¿Quién mató a Michael Jackson? Cómo la sociedad crea y destruye ídolos
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¿Quién mató a Michael Jackson? Cómo la sociedad crea y destruye ídolos

7 / 10
Carlos Pérez de Ziriza — 10-05-2019
Empresa — Sexto Piso

El momento es propicio. Nos acercamos al décimo aniversario de la muerte de Michael Jackson y su figura vuelve a estar en el centro de las turbulencias –no así su indiscutible valía como artista total y símbolo de una era– por documentales como el reciente “Leaving Neverland”. El veterano periodista Paul Morley rescata, prácticamente al unísono, un ensayo originalmente publicado hace una década, al que añade una ligera pátina de contemporaneidad, y en el que proyecta las muchas luces y sombras de una estrella cuya muerte (entonces lo intuíamos, hoy lo certificamos) significaba también el fin de una era. El pequeño de los Jackson fue la primera megaestrella pop del siglo XX en morir ya en pleno XXI (luego vendrían Bowie, Prince o George Michael), y su deceso no solo dio un repunte a la visibilidad mediática del periodista musical en su agonizante tránsito hacia la irrelevancia, bien que fuera como especialista en obituarios (un apunte: la única vez que el firmante de esta reseña estuvo en la televisión pública valenciana hablando en directo fue con ocasión de su muerte), sino que también supuso el punto de partida para la espiral de cotilleos, rumorología, opinología y plañiderismo en el que vivimos instalados en esta era de redes sociales: no olvidemos que fue la TMZ, una web de celebridades, la primera en dar la noticia de su fatal chute de propofol. Luego vendría Amy Winehouse a ratificar el paradigma.

Morley, tan hábil con las palabras como en ocasiones reiterativo, parte de la incapacidad que sintió entonces para dar –ante las muchas peticiones de medios británicos– con un perfil sencillo del personaje cuando su cadáver aún estaba caliente: no había solo dos Jacksons, la estrella fulgurante y el ángel caído, sino que eran una legión, nos dice. Y tiene toda la razón, aunque para ello emplee un estilo tan torrencial como muchas veces redundante, tan pagado de sí mismo que acaba por caer en los mismos excesos de veterano crítico intocable del que tanto reniega, sirviéndose de interminables frases subordinadas con las que trata de explicar algo que no requería tal dispendio de tinta, y ante las que es fácil perder el hilo de lo que realmente nos intenta decir. De hecho, uno se imagina las gotas de sudor de Milo J. Krmpotić a la hora de traducir –estupendamente– tal mareo de la perdiz. Se nota que el periodista británico necesitaba desquitarse.

Por contra, lo más proteico del libro resulta de su retrato de la relación que unió a Michael Jackson con Quincy Jones, quien hablaba a menudo por teléfono con Trevor Horn (Morley trabajó junto a este último en discos de Frankie Goes To Hollywood o Art Of Noise para ZTT, el sello que ambos impulsaron) y también con Nile Rodgers (quien ocupaba un rol similar produciendo a Bowie y a Madonna en los primeros ochenta), siempre a la búsqueda de nuevos trucos de estudio. Porque “Off The Wall” (79), “Thriller” (82) y “Bad” (87), todos milagros de la tecnología aplicada al pentagrama, fueron la santísima trilogía de un músico que, a falta de esa infancia que le robaron –de ahí ese infantilismo eterno, que tantos problemas le dio y aún resuenan– y ungido por el aura de personaje extraterrestre, acabó por perder el paso a los tiempos cuando los noventa doblaban la esquina, hasta convertirse en una caricatura pública de resurrección definitivamente incierta, ya que no llegó a tiempo de celebrar esos cincuenta conciertos que tenía previstos en el O2 Arena de Londres. Es tanto en ese perfil como en el rastreo de su linaje sonoro (ese poderío transversal que fundía el mejor pasado de la música negra con el rabioso presente de la blanca) en donde mejor luce este trabajo ensayístico, sazonado con innumerables resultados de Google al simple tecleo de su nombre, que –en resumen– no hacen más que reflejar el ensordecedor cacareo que ha rodeado desde entonces a un personaje público tan poliédrico que resulta completamente irrepetible, casi sobrenatural e imposible de desentrañar en una sola pieza.

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