Mirall
Discos / Rauelsson

Mirall

8 / 10
Alan Queipo — 23-07-2018
Empresa — Sonic Pieces
Género — Sinfonía Digital

Quienes recuerden a Rauelsson como aquel castellonense exiliado en Canadá que, hace cerca de una década, consiguió estar en el lugar preciso y el momento perfecto, justo cuando se forjaba a escala global el hype del folk-rock barbudo de aires naturalistas (el de Bon Iver, Fleet Foxes, Iron & Wine, Father John Misty y viceversa) y en territorio estatal las marcas más identificables del indie-folk mediterráneo (el de The New Raemon, Tórtel, Litoral, Alberto Montero y viceversa); quizás reciban este Mirall (Sonic Pieces, 2018) como un ejercicio experimental, una búsqueda, el inicio de un nuevo juego. Pero nada más lejos de la realidad.

Y es que el músico levantino lleva más de un lustro separado de aquel registro ‘de autor’, el del EP doble Tiempo de (Hush, 2008) y Pacífico (Hush, 2008) y el del disco que acaparó todas las miradas en él, La siembra, la espera y la cosecha (Hush, 2010). Sin embargo, ya con su siguiente movimiento, From River to Sea (Hush, 2012), Rauelsson comenzó a alejarse del micrófono y a componer bellas canciones instrumentales, de corte paisajístico, jugando con los silencios, las atmósferas y las texturas.

En aquel álbum lo hizo explorando el sonido de la madera, algo que ya venía haciendo en sus álbumes de cantautor 2.0. El paso siguiente lo llevó a abrir aún menos la boca y a sentarse al piano en Vora (Sonic Pieces, 2013), una especie de alegato de neoclasicismo contemporáneo que jugaba tanto con las cavilaciones de la música clásica entendida desde la pulsión y la intuición y texturas de la música electrónica.

De algún modo, Mirall es una especie de tercer capítulo de esta era instrumental en Rauelsson; una era compartida con otro álbum, A Score for Darling (Sonic Pieces, 2018), un ejercicio compuesto a pachas junto al noruego Erik K Skodvin para poner BSO a la película danesa Darling. Sin embargo, en Mirall (segundo apellido de Raúl Pastor, quien se esconde detrás de su álter ego de Rauelsson) explora el magnetismo de cierto empaque de música clásica hecha con ordenadores. Un acercamiento que se puede asemejar al de Radiohead en Amnesiac (XL, 2001) o Jonny Greenwood en su primera banda sonora, para Bodysong (XL, 2003); e inevitablemente al trabajo de artistas como Nils Frahm (que mezcla el disco) o popes del sello raster-noton como Alva Noto o Mika Vaino.

Rauelsson consigue inventarse una película a través de su nuevo cancionero. En este nuevo disco se siguen diciendo pocas palabras (solo en esa especie de armonía góspel de despedida en Map of Mirrors, con una Heather Woods Broderick que recuerda a una especie de Björk jugando al paredón soul), y aunque sí hay rastro de algunos besos que lanzó en Vora (sobre todo en las canciones de raíz más sinfónica, como Marbles o Mistral), el levantino consigue elevar su repertorio entre texturas de trip-hop, pop digital (Cascades sobrevive sola, a pesar de que tiene estructura de canción pop), sinfonías posmodernas (los dos movimientos de Transits tienen poco que envidiar al mejor Clint Mansell) y hasta rituales de tribalismo mayúsculo y pinkfloydiano (Silver Streak no solo es la mejor canción del disco, sino de las mejores de lo que llevamos de año). Este Rauelsson sigue conectado con aquel, pero siempre en movimiento.

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