El juego del calamar
Cine - Series / Hwang Dong-hyuk

El juego del calamar

8 / 10
Daniel Grandes — 28-10-2021
Fotografía — Frame de la serie

Admiro a aquellos que, en un envidiable ejercicio de abstracción y autocontrol, han conseguido escribir cualquier texto sobre “El juego del calamar” –el último éxito rotundo de Netflix que lejos está de necesitar a estas alturas cualquier tipo de presentación– sin convertirlo en una especie de pieza detectivesca centrada por encima de todo en encontrar los ingredientes que le han llevado a la cima del mainstream audiovisual, como si de una especie de receta secreta se tratara. Pero de alguna forma noto en ese comportamiento algo instintivo, incluso inocente. Es imposible no sentir una atracción hipnótica hacia un fórmula que deambula de forma tan brillante entre la originalidad y la cita, entre lo atípico y lo conocido. La opera magna de Hwang Dong-hyuk, la cual lleva esperando ser materializada desde 2008, consigue ser un satélite de más de un planeta, orbitando así entre tantos géneros, formatos, tradiciones, miradas y narrativas que se convierte en una apuesta (prácticamente) imposible de perder.

Se busca invocar esa mirada infantil del espectador, ya no desde la nostalgia, sino desde un diseño de producción tan colorido, impredecible y vivaz que, al ser filmado desde una mirada puramente fría, simétrica y calculada, acaba adoptando una naturaleza tan macabra como infalible. Me cuesta no reivindicar las trazas de la estética de Stanley Kubrick que la propuesta presenta en esa obsesión con el estudio enfermizo de la arquitectura en el plano (y en el uso recurrente de “Danubio Azul” de Strauss, por supuesto). Al igual que es necesario señalar cómo la serie juega, nunca mejor dicho, con la violencia y la moral desde una ironía intrínsecamente hanekiana (¿podemos criticar al que mira mientras nosotros miramos?). Todo eso, por supuesto, recuperando la fórmula de “Battle Royale” de Koushun Takami y situándose en un punto medio envidiablemente preciso entre la adaptación cinematográfica de Kinji Fukasaku y su mucho más moderada reinterpretación estadounidense, “The Hunger Games”. Todo tiene que ver con el acto de jugar, de recuperar lo infantil, para poder corromperlo. Al fin y al cabo, para poder llevar a cabo una deconstrucción sociocultural como la que construye Hwang Dong-hyuk hay que empezar desde la base esa misma estructura.

Al igual que la ciencia ficción de los noventa cogía prestado la noción de parque temático, del decorado impostado, como tablero de juego para la crítica a la amoralidad capitalista (“Jurassic Park” de Steven Spielberg) y a la cultura de la hipervigilancia como base del entretenimiento contemporáneo (“El show de Truman” de Peter Weir), “El juego del calamar” sabe que no hay mejor forma de señalar los pecados del neoliberalismo que hacerlo desde la estética de lo inofensivo que el mismo sistema utiliza. Incluso parece ser consciente de que, siendo este un producto de Netflix, su esencia explícitamente anticapitalista va a ser radicalmente corrompida. Porque al final la conclusión parece ser un poco esa. Da igual los dilemas morales a los que te tengas o quieras enfrentarte. Da igual si decides priorizar lo colectivo a lo individual o lo ajeno a lo propio. Da igual si el hombre y la mujer son malos o no por naturaleza, al igual que da igual si era Rousseau o Hobbes quien tenía razón. Da igual cuál sea tu visión individual, pues va a verse sí o sí sepultada por ese cenital, ese deus ex machina, esa mirada omnipresente, que sólo el capitalismo puede articular.

Todos los personajes de “El juego del calamar” son piezas de un tablero, una estructura escheriana sin aparente inicio ni final (“es más fácil imaginarnos el final del mundo que el final de capitalismo”, decía Mark Fisher), que creen haber participado en el juego de forma voluntaria cuando son las propias carencias del sistema las que les han obligado a hacerlo. Ya cité ese “el capitalismo da cabida en su existencia a las ideologías contrarias con el único objetivo de alimentarse de ellas” de Fredric Jameson cuando hablé en esta misma casa del especial para (de nuevo, curiosamente) Netflix de Bo Burnham, “Inside”. Nos encontramos de nuevo con lo mismo. Una pieza centrada en visibilizar el drama humano y los horrores que el capitalismo genera puede ser utilizado por el mismo sistema para nutrirse; puede convertir, al fin y al cabo, la crítica en producto. Y es que “El juego del calamar” danza a la perfección por las dos caras de esta misma moneda.

Me atrevo a afirmar que el éxito del formato está ahí, en cómo la serie funciona como un panóptico –siguiendo con el discurso de la hipervigilancia– desde el cuál cada espectador puede fijar su mirada en aquello que realmente le interese. Porque la propuesta de Hwang Dong-hyuk es todo esto que acabas de leer. Pero también entendería a aquel que se quedara con entender “El juego del calamar” como una reescritura en clave distópica del formato televisivo “El castillo de Takeshi” (o “Humor amarillo”, para entendernos”). La acción se funde con el tiempo de una forma en la que lo que podría ser un festival sin fin de violencia adrenalínica más vinculada al lenguaje del videojuego contemporáneo se convierte en un contundente ejercicio de suspense, de espera y, por lo tanto, de construcción de empatía. La muerte adquiere así un peso (el episodio seis es la muestra perfecta de ello) y cada episodio rezuma esa constante tensión de saber que nadie está a salvo y que sólo uno puede quedar. Porque por encima de todo “El juego del calamar” es eso. Una carrera de caballos, un juego de canicas, un juego de feria. Un juego, por encima de todo. Porque es cuando desgranamos el juego cuando nos damos cuenta de que jugar es un acto político.

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