En esa larga y ominosa tradición consistente en invisibilizar la labor de las mujeres en el terreno creativo, son muchas las publicaciones que paulatinamente están viendo la luz bajo la esencial tarea de librar del ostracismo a tantas personalidades femeninas marginadas de las páginas de la historia. En ese sentido, el ámbito musical no es ninguna excepción, siendo todavía más trascendente, dada su imbricación en la cultura popular, las consecuencias de la alargada y dictatorial sombra masculina. Por eso, que Noemí Sabugal recupere el perfil de la intérprete Big Mama Thornton, una de las grandes voces del blues, para reubicarla en el lugar que se merece, es tanto un ejercicio de justicia como una reivindicación extensible a muchas coetáneas que se han visto reiteradamente apartadas de los espacios significativos en las enciclopedias.
Disolviendo cualquier frontera entre realidad y ficción, lo que flexibiliza un género, el de la temática musical, a veces demasiado ensimismado por acaparar un número ingente de datos, “Una chica sin suerte” funciona como repaso biográfico y artístico pero sobre todo destaca por su capacidad literaria a la hora de construir una narración que se sumerge en un contexto más íntimo y reflexivo, valiéndose de una voz narrativa externa a los personajes con la que escenifica esa necesidad de ciertas historias por ser contadas. A través de ella logrará tejer todo un relato que fluye en diferentes direcciones, desembocando todas ellas en una orilla común como es la de rehabilitar, y homenajear, a esas trayectorias que, como la de esta protagonista, han sido silenciadas por distintos motivos, continuando, de alguna manera, la labor que la autora ya había realizado en otros escritos previos como el también híbrido, estilísticamente hablando, “Hijos del carbón”, dedicada en esa ocasión al espectro de la minería.
Este libro no comienza con el nacimiento de Willie Mae Thornton, fechado en 1926 y posiblemente localizado en Ariton (Alabama), porque hay vidas que incluso han sido desposeídas de conocer con exactitud su lugar de origen, sino que nos ubica en la década de los sesenta y muy lejos geográficamente de aquellos campos de algodón en los que creció la cantante, aunque estos nunca dejaron de resonar en su cabeza. Concretamente somos invitados, bajo una suerte de diario de viajes, a la gira europea que emprendería junto a los músicos Buddy Guy, Fred Below, Eddie Boyd, Jimmy Lee Robinson y Walter "Shakey" Horton. Una travesía que iba a ser coronada, tras veinticinco años dejándose el alma en todo tipo de escenarios, con la grabación en Londres de su primer disco íntegro, “In Europe”, lo que inevitablemente le retrotrae a esa primera vez que entró en un cuchitril en forma de estudio y que tras poner su voz a dos temas y recibir en mano el dinero acordado su nombre nunca aparecería en los créditos. Toda una odisea regada de pensamientos, observaciones sobre aquello que van descubriendo sus ojos y por encima de todo la constante lucha entre la memoria y el presente, o en su caso, la incógnita de cómo manejar las expectativas cuando siempre ha estado envuelta por un perenne manto errático.
Fue precisamente durante su estancia en California, donde escapó tras tocar fondo dado su escaso éxito -pese a la insistencia de Johnny Otis por alabar su talento- y abatida por la muerte “accidental” de su amigo Johnny Ace, cuando fue reclutada por dos alemanes, Horst Lippmann y Fritz Rau, para participar en el American Folk Blues Festival, que pretendía traer hasta el viejo continente a los padres y madres de esa música que estaba naciendo por entonces, encarnada bajo nombres como los Beatles, Stones o Bob Dylan, y que paradójicamente suponía relegar el papel de sus mentores. Integrando un estelar listado en el que se encontraban Muddy Waters, Howlin' Wolf, John Lee Hooker o Sonny Boy Williamson, su “tournée” por Europa le iba a enfrentar a una realidad inédita, descubriendo escenarios llenos de un entusiasta público en su mayoría joven y de raza blanca. Una desconcertante situación para quien, como ella, el blues ha significado el lenguaje del oprimido y por lo tanto sólo puede ser entendido en plenitud por quien ha sentido en su propia piel el yugo. Un choque que también se produce con el descubrimiento de unas nuevas formas de cultura y comportamientos que son ágilmente atraídos por parte de la escritora para retratar una serie de historias aledañas que ofrecen mayar profundidad al concepto global de la narración, paseando por ese Berlín divido por el Muro, un París que encarna una realidad muy diferente a las bonitas postales que exporta o la Belfast bajo continua tensión política.
Haciendo de cada uno de los personajes que forman esta troupe ejemplo de los diversos caracteres a la hora de afrontar la realidad, desde el más reacio a mirar más allá del suelo que pisan sus zapatos a quienes están dispuestos a desenmascarar la propaganda norteamericana para intentar avivar las conciencias respecto a la guerra de Vietnam o las manifestaciones por los derechos civiles de los afroamericanos, Big Mama Thornton es incapaz de no estremecerse al recordar, mientras se hospeda en grandes hoteles y es recibida con reverencial acogida, a aquellas mujeres que se encargan de servir a los demás, tal y como ella tuvo que hacer de niña, limpiando escupideros de algún tugurio o limpiando zapatos en plena calle. Penurias laborales que gracias a la intermediación de Diamond Teeth Mary, que le sacó del camión de la basura para enrolarla en la compañía de variedades Hot Harlem Revue, dejaría atrás en paralelo a su propio hogar, allí donde cuidando a su madre enferma aprendió de manera autodidacta a tocar la armónica y la batería y donde su voz tomó cuerpo en el coro de la iglesia a la que acudía con su padre, predicador baptista más preocupado por las plegarias divinas y perseguir faldas ajenas que por ocuparse de su familia.
Poco importa saber si las reflexiones y pensamientos que acogen estas páginas son reales, más o menos exactas o directamente inventadas, lo importante es la construcción de un fascinante perfil capaz de invocar con dulzura a coetáneas, también en su historial de desgracias, llamadas Memphis Minnie, Ma Rainey o Bessie Smith, como despotricar de ese tema que le escribieron Leiber y Stoller, llamado “Hound Dog”, y que si bajo su atronadora garganta nunca llegó a trascender en exceso, ese blanquito al que coronaron como Rey del Rock and roll consiguió elevarlo hasta los altares de la cultura popular. Por supuesto que Big Mama Thornton no fue una santa, detentaba un temperamental carácter y una afición a la bebida y las peleas que probablemente nacieron como escudo frente a “esa roña que nunca se va”, llamada pobreza, y al sentimiento de ser desposeída de los posibles festines que la vida oferta, haciendo que sus únicos besos sentidos, como dejan escrito estas paginas, los ofreciera a través de su armónica.
“Una chica sin suerte” se escribe con la rudeza que obliga la voz de sus personajes, valga como ejemplo su contundente reflexión inicial (“Soy gorda y negra. Pero valgo más que todos vosotros, bastardos”.), pero también esconde entre ese deslenguado verbo pasajes de extrema sensibilidad; al fin y al cabo el cielo y las estrellas están ahí para el que quiera mirarlas, incluso si se hace con unos ojos desgastados por la vida. Este estupendo libro es por supuesto un envite por recuperar el eco de la robusta voz de Big Mama Thornton, donde se escondía el huracanado lamento de quien por su condición ha tenido que enfrentarse a unas inclemencias mucho mayores de las deseadas. Pero al mismo tiempo, y ahí está su especial trascendencia, es también una puerta abierta a todas esas mujeres que, sea cual sea su ámbito, procedencia o generación, han sido supeditadas a una insignificante nota a pie de página que estas páginas consiguen transformar en rutilantes titulares.
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