No se requiere corbata
Libros / Tibu

No se requiere corbata

7 / 10
Martí Viladot — 26-08-2022
Empresa — Lince

Después de "Tibu, Memorias de un manager" (20) –de la que ya hablamos aquí–, vuelve a la carga Carlos Vázquez Moreno con “No se requiere corbata/Tibu, segunda temporada”. Y comienza fuerte. Así, dice ya en el prólogo que “No puedo pensar mi vida sin pensar en el sexo, pero. sobre todo, sin pensar en la música”; resumen exacto, por otra parte, de lo que encontrará el lector en esta segunda entrega de las memorias de Tibu. Sepa así el lector, ya desde un comienzo que aquella amenaza que realizaba el mánager en su anterior libro, de que tenía un montón de material guardado que puede “perjudicar a sus músicos otrora representados, a su honorabilidad y a la estabilidad de sus familias e incluso a partidos políticos”, no se cumple aquí. Quiero decir que no ponemos en duda que tenga ese material, pero que aquí no se expone, vaya (¿habrá quizá una tercera entrega?).

Fiel a su carácter bravucón, arremete aquí Tibu especialmente contra la movida madrileña (y contra la prensa que dio cobertura a esa movida madrileña), decretando que, en lo que a él respecta, jamás existió. Sin embargo, acepta –aunque suene contradictorio– que nunca hubiera existido sin la oleada previa de grupos de rock que abrieron el camino. En la línea de Víctor Lenore, aunque no con estas mismas palabras, habla de la movida como de un chapuzón de nihilismo; aunque, eso sí, les concede “la cándida inocencia con la que arrancaron”, ya que “lo hicieron sin pudor, por puro placer”. Y le achaca a la movida y a los cachés de los grupos y a la politización de los ayuntamientos que pagaban esos cachés desmesurados la culpa de que todo el mundo de la música se convirtiera en un gran negocio. De cualquier forma, se ha de mencionar que durante la época del Rockola, la dieta básica de Tibu consistía en “cocaína para despertarme, en anfetas para aguantar el día, y si la noche merecía ponerse pedo, buscar jaco en Carabanchel”. Fue una época en la que, como mercenario, tocaba sin parar en grabaciones (Mari Trini o Mocedades, por ejemplo), hacía de extra en algunas pelis, se unió al grupo de Luz Casal y montó su propio negocio: una academia de música. Más tarde acabaría siendo directivo de discográficas. En fin, que andaba como una moto. Y luego ya su carrera como mánager y la historia que ya todos sabemos y que contó en su anterior libro.

Así las cosas, quien haya leído “Tibu, Memorias de un manager”, durante algunos trayectos de este libro tendrá una cierta sensación de déjà vu, ya que se cuentan cosas que ya se contaron en el anterior libro. Por ello, dejando la parte musical (explorada ya con anterioridad), lo que más interesa aquí es la parte erótico-festiva y las varias crisis personales que le llevan a evolucionar como persona. Tibu tira de orgullo de barrio y reclama su ascendencia barriobajera y su pasado como pandillero. Entre las cosas destacadas, Tibu nos cuenta su estancia en la Legión (“por cojones”) y el trío que se montó en Marruecos con la hija del capitán y la hija del dueño de la pensión donde se alojaba, enviado como espía. Estuvo también en Mozambique, con la Legión. Y en un viaje de autoconocimiento por México donde trabó amistad con un chamán (Manolito) que le ayuda a entender de qué huía, sus miedos y a limpiar su alma.

De vuelta a México nos cuenta cómo se folla en el balcón de la casa de su anfitrión, el licenciado Rodrigo (“un empresario de unos cincuenta años, muy conocido en el ambiente social y dueño de una de las empresas más grandes de eventos”), a la mujer de este. Esta visita a México le sirve para contarnos su modus operandi en cuanto a la realización de eventos en el país Azteca, una estrategia sencilla pero muy delicada: monta una gran fiesta de inauguración y la llena de rostros conocidos, de artistas y de empresarios. Con ellos establece “una especie de cabeza entre España y México” y busca todo tipo de alianzas, de cercanías con los medios y los empresarios del país para el bien de sus artistas. Comienza a buscar patrocinadores y también negocia “con los otros, con los malotes”. Por supuesto en esta aventura también hay sexo salvaje con una de las bailarinas de un night club, el Nautilus; ella se llama Rosa. Tanto es así que, después del jaleo que montan por los pasillos del hotel, tienen que salir por patas. Él y David Summers, el artista con el que estaba de promo (quien andaba tan tranquilo, dicho sea de paso, en su habitación de hotel y Tibu le levanta de madrugada, urgiéndole a que hagan las maletas porque se han de marchar de allí). Más tarde, y ya acababa la promo, Tibu se marcha con la bailarina al Hotel California. Tras esto, aparece la historia más larga, apasionada y triste del libro: el amor de Tibu por Tansu, la intérprete de la que se sirvió Tibu en Estambul en su visita de promoción con una de sus artistas (no nos dice su nombre). Tansu es una conocida de la socialité local, biznieta de un sultán, y estuvo casada con un empresario famoso. Para Tibu el enamoramiento de Tansu es como un sueño, está feliz y tiene planes de boda. De momento, la relación se mantenía a la distancia, con encuentros en lugares intermedios, como por ejemplo Londres. Sin embargo, antes de que Tibu le pueda proponer que se case con él, Tansu muere de cáncer, en Nueva York. Desde entonces Tibu lleva la alianza colgada del cuello. El mazazo fue tan fuerte que, nos dice Tibu, “la vida entera, mi vida, se mostraba ante mí como una gran herida abierta, como un sumidero de abominaciones. La música ya no existía”. Tras esto se escapa a México, con el recuerdo de Tansu, “un ángel en cuyos brazos volé alto, alto, tan alto que, cuando llegué arriba, ya no pude caerme. Solo pude quedarme allí flotando, esperando que mi dulce ángel viniese algún día a recogerme”. Y así se queda también el lector cuando acaba el libro, flotando acongojado por la tristeza cruel del trágico final.

 

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