Tibu. Memorias de un mánager
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Tibu. Memorias de un mánager

7 / 10
Martí Viladot — 05-07-2020

Estas memorias han sido compiladas –en su forma– como una suerte de fresco pictórico (in progress), construido en base a los momentos más o menos estelares de una vida, trazado con veinticuatro pinceladas de diferente grosor, cromatismo y sutilidad. Pinceladas que se van añadiendo según la disponibilidad y estados de ánimo del autor, que lo escribe desde la cárcel de Soto del Real, donde cumple condena de cuatro años, dos meses y un día por apropiación indebida y administración desleal (en abril de 2019, con casi sesenta años, Tibu sale de la cárcel). Y están basadas, paradójicamente (o acaso hallan su marco interpretativo), entre dos polos. De un lado, se ampara Tibu en la idea de la negación del arte creativo inconsciente del pensador ruso Gurdjieff, para justificar la música como un producto de raigambre matemática (en tanto que vibración que precede al hombre y que éste solo ordena) y, de otro lado, desarrolla Tibu una diferenciación crucial (para explicar su periplo vital, pero también para protestar contra las decisiones de la justicia) entre lo justo y lo correcto.

La paradoja aquí es que ambos extremos se tocan más veces de las que quizá al propio protagonista le gustaría. Quiere esto decir que, de continuo, la puridad del arte se ve contaminado por el negocio y viceversa. Dicho en plata: que del trayecto de la teoría a la práctica va un buen trecho.

Un idealista entre vampiros

Así las cosas, las memorias comienzan en plan bravucón con un (auto)prólogo donde el autor ya deja claras dos cosas: que lo que nos va a contar no es más que la punta del iceberg de la historia completa y que tiene un montón de material guardado que puede perjudicar a sus músicos otrora representados, a su honorabilidad y a la estabilidad de sus familias e incluso a partidos políticos. Tal ímpetu inicial provoca que la narración avance al principio un poco a trompicones, mientras va tratando de adecuarse a la forma que se ha –o, mejor dicho, le han– (auto)impuesto.

Ello tiene que ver también con el énfasis que quiere poner Tibu todo el rato, y bajo cualquier pretexto, en su carácter de hombre idealista, en el hecho de que desea presentarse como un templario moderno (signifique esto lo que signifique), pero también en que, de alguna forma, la base de su desgracia (o un porcentaje destacado de ella) proviene de su propia dejadez. Dicha fatalidad del destino, Tibu la focaliza en la aparición de Patricia Conde en la vida de Dani Martín, a la sazón en 2008 líder de El Canto del Loco y uno de sus principales protegidos. Las insinuaciones y diatribas acerca de este conflicto son constantes durante el libro, pero no se explican en detalle (Tibu deja claro que hay mucho más de lo que se cuenta), sino hasta el final. Sin embargo, esto acaba resultando una estrategia inteligente, ya que lo que más interesa al lector es todo el resto del contenido: la formación como bajista y músico en diferentes grupos (Los Chicles y Los Impala en Venezuela), su primer grupo fake (Dulces Años) creado por una discográfica y que fue un fracaso, su propia banda de rock duro (Banzai), su participación como mercenario en otras bandas (Ramoncín, Javier Vargas y Javier Gurruchaga, Miguel Ríos o Scorpions), las dos academias que monta (y con las que se forra): Rockservatorio y La Factoría o su tienda de instrumentos musicales en la calle San Bernardo de Madrid. Pero es que, además, Tibu, antes de hacerse el mítico mánager que pasaría a la historia de la música española, es el mejor amigo de Antonio Flores (de quien, dice, guarda maquetas inéditas), tocó con Rocío Durcal en una fiesta privada en la finca de Pablo Escobar, acompañó a Jerry Lee Lewis en una de sus giras españolas, fue director de Zafiro (donde descubrió, entre otros, a La Guardia) e incluso tuvo tiempo para sacarse el título de Dirección de Orquesta en el Real Conservatorio Superior de Música de Madrid, por tal de complacer a su padre, quien era “un fascista en todo su rango, había luchado en el bando franquista, luego marchó a Rusia con la División Azul, estuvo combatiendo en Stalingrado y ejercía de procurador en Cortes con Franco”. ¡Y todo eso antes siquiera de comenzar a representar grupos desde su agencia de management!

La gran mentira de la industria musical

En toda la historia de Tibu hay una mezcla de don de la oportunidad, voluntad y azar. Su vida dentro de la industria de la música se va fraguando en una suerte de cadena de engarces sucesivos. Y es eso precisamente lo que le da valor al testimonio (más allá de la veracidad que podamos otorgar a todos los diferentes chismes), pues nos permite ver el arco narrativo que va desde la explosión en ventas de los grupos nacionales en las grandes discográficas a comienzos de los ochentas hasta su declive a finales de la primera década de los dos miles. Tibu siempre se refiere a la industria como a la creación de una gran falsedad, llena de soplagaitas y en la que solo importa una máxima: “coge el dinero y corre” (cosa que él mismo reconoce que hará en el caso de Las Ketchup, por ejemplo). El propio Tibu lo explica así: “La industria ha merecido la caída. Si existe la ley del karma, la industria musical ha sido pagada justamente. No se puede mantener a una caterva semejante de vagos, a nivel mundial, sosteniéndose únicamente en el talento de los artistas. ¡Qué pandilla de caraduras!”. Sin embargo, cuando habla de la inmensa mayoría de sus representados se refiere a ellos como personas cegadas por el ego y el dinero. Lo expresa así: “Los problemas con los artistas aparecen –y ten por seguro que aparecerán tarde o temprano– cuando empiece a haber dinero”.

Su experiencia en todos los diferentes espacios que ocupa en el negocio le permiten crear un copioso y rico caleidoscopio para entender todos los prismas de la industria musical. Así, es interesantísimo saber de sus opiniones sobre el funcionamiento de los contratos discográficos, el marketing musical, la vida en la carretera, los funcionamientos de la SGAE, la organización y planificación de conciertos, la creación (o el intento de creación) de un artista internacional (ya que no siempre funciona), las negociaciones y acuerdos entre discográficas (y las peleas, también), los cachés de los músicos o el lucrativo negocio del merchandising de los grupos (el oficial y el pirata).

El tono triste del libro y que, de alguna manera, justifica esa cierta amarga inquina de Tibu es el hecho de la pérdida de la vida personal, el sacrificio. Lo explica Tibu de esta manera: “Así, en medio de esa locura, mis hijos se iban haciendo mayores y yo no me enteraba. Nunca les podré pedir perdón lo suficiente […] Durante más de diez años no tuve ni un solo día de vacaciones. Mis hijos crecían y sabían que había un señor que, algunas noches, iba a dormir a casa, cuando estaban ya acostados, y que por la mañana, antes de ir al colegio, ya se había marchado. Nunca me lo podré perdonar, sobre todo por el ingrato pago que me dieron los artistas a cambio de regalarles mi vida y la de mi familia”.

Sobre el tema de los juicios, que Tibu, como decíamos antes, nos explica hacia el final del libro, me parece que no es legítimo pronunciarse. Aquí, en “Memorias de un manager”, Tibu da sus razones y argumenta el cómo y el porqué, siempre según su versión, de la irregularidad del proceso. Sírvase decir que su argumentación halla validez legal de parte de Mario Conde, preso también en Soto del Real por las mismas fechas que Tibu, quien le ayuda con un recurso legal que permite que le concedan el tercer grado. Que cada quien saque sus conclusiones.

Para finalizar, solo un breve repaso sobre los artistas de los que habla Tibu, en su faceta de manager, y sobre los que nos ofrece jugosas anécdotas y chismes. Entre ellos: Aute, José Mercé, Silvio Rodríguez, Mago de Oz, Olé Olé, El Fary, Juan Pardo, Marta Sánchez, Javier Álvarez, Los Suaves, El Canto del Loco, Hombres G o Vicente Amigo. Una panorámica desde bambalinas del negocio de la música que hará las delicias de todos los aficionados.

Coda

Si “Memorias de un manager” comenzaba con un (auto)prológo, era de esperar que también finalizase con una coda. Así se despide Tibu de la industria de la que formó parte durante tantos años de su vida: “Ahora solo quedan cenizas de aquel ave fénix al que Internet convirtió en anciano, y ya no le quedan fuerzas para revivir de sus cenizas, solo puede esparcirlas al viento y que se cuelen por las alcantarillas, mezclándose con la mierda”.

Martí Viladot

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