Este libro es la Biblia de los melómanos ferroadictos como yo. Básicamente porque el periodista Miguel López ha hecho un estudio concienzudo de más de 450 páginas para desentrañar las relaciones entre la música y el tren durante el último siglo. ¡Todos a bordo!
La génesis de esta temática arranca con el blues, uno de los estilos musicales más vinculados con el desarrollo del ferrocarril. No hay que olvidar que el blues es la música triste del desarraigo, de la desesperación de una vida esclava en las plantaciones de algodón, y el tren representaba la posibilidad de escapar y, por tanto, la libertad. Como declaró Son House una vez: “El auténtico y viejo blues no invita a bailar. Si te dan ganas de bailarlo eso no es blues. Puedes llamarlo blues pero no lo es. El blues es cuando no sabes si cortarte las venas o llorar de nuevo”. El blues se convierte entonces en un estilo de vida para muchos negros del sur de los Estados Unidos y los pilares comunes de sus fundadores son la afición por el whisky, el juego y las mujeres, la pobreza, la conciencia racial, el odio por el trabajo esclavo en el campo, las estancias en prisión y el aprendizaje mutuo en sus cruces por los caminos del Delta del Mississipi.
Tras el blues llegaría el gospel, que ya canta a la esperanza, y después muchas otras músicas que beben directamente de la primera y que también viajan en tren: el jazz, el country, el soul o el folk. Hasta que llega el rock, un estilo que se identifica más con el coche, que pregona la individualidad y que, en consecuencia, queda fuera del radar de esta obra.
Llegados a estas alturas de “La música viaja en tren” ya hemos aprendido muchas cosas. Por ejemplo, el papel fundamental de muchas mujeres pioneras en el mundo de la música como Bessie Smith o Rosetta Tharpe; o que Concha Piquer ya aparece hablando y cantando en una grabación cinematográfica cuatro años antes de que se proyecte “El cantor de jazz”, por muchos considerada la primera película sonora de la historia; o la leyenda de John Henry, el Superman de los negros en América con estatua propia y todo.
A partir de aquí el autor se dedica a repasar brevemente la biografía de algunos músicos clave de las últimas décadas para destacar sus vínculos con el ferrocarril: el compromiso racial de Duke Ellington, la máquina de matar fascistas en manos de Woody Guthrie (ese juglar que se convirtió en un imán para la izquierda americana por sus canciones protesta), el ferrocentrismo de Johnny Cash (quien también ocupa la portada de este tomo), las múltiples letras con referencias al tren del Premio Nobel Bob Dylan, las experiencias de los Beatles con el caballo de hierro, el ADN irlandés y el carácter errante de Van Morrison y la carrera polifacética de Tom Waits, entre otros.
Ya al final del libro Miguel López deja apuntado por motivos que sí vienen al caso el estribillo de “Demolición”, un tema del grupo peruano Los Saicos que son considerados los auténticos pioneros del proto-punk: “Echemos abajo la estación de tren/Echemos abajo la estación de tren/Demoler/Demoler/Demoler/Demoler la estación de tren”. Es una canción original de 1964 pero yo aprovecho ese hilo y la temática del libro para citar aquí “Locomotora”, del grupo vasco Rat-Zinger, que ha sido incluida en su trabajo reciente “Alegoría del mal”. Como podemos comprobar, el tren sigue presente en nuestras vidas y en muchas composiciones musicales.
El último capítulo de “La música viaja en tren” es un apéndice dedicado a nuestro país y a la relación del ferrocarril con la copla, el flamenco o el pop-rock. También explica aquí con muchos detalles la desastrosa gestión y administración de ese mastodonte llamado RENFE; opino que sobran páginas en este apéndice final ya que el último tramo del trayecto se hace largo y pesado para el lector, pero lo peor del libro es, sin duda alguna, que la primera entrada del índice onomástico la ocupe Ábalos, José Luis, y no AC/DC. Caprichos del destino.

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