Pocas veces un título tan sencillo consigue explicar la complejidad de una temática que, por otra parte, el subtítulo pretende aclarar: “Cómo los evangélicos blancos corrompieron una fe y fracturaron una nación”. La historiadora Kristin Kobes du Mez, profesora de la Universidad de Grand Rapids (Michigan), ha dado forma a un ensayo que, por su detallado análisis de la realidad sociopolítica norteamericana, se complementa a la perfección con “Por qué estamos polarizados” (21) de Ezra Klein, otro título destacado del catálogo de Capitán Swing.
Du Mez podría haber partido de la polarización confesional que caracteriza la geografía humana de los Estados Unidos pero, a cambio, ofrece un análisis exhaustivo sobre la historia y las lógicas del fundamentalismo blanco a partir de su peligrosa influencia porque, tal y como señala la autora, pocos grupos sociales tienen a su alcance tal maquinaria mediática: revistas, libros, editoriales, discográficas, bandas, emisoras, canales televisivos, periódicos, blogs y, mejor todavía, una amplia red de colaboradores capaces de convertir convenciones y conferencias en un auténtico campo de batalla cultural.
Cierto que otras religiones también disponen de mecanismos informativos similares, pero aquí se dan toda una serie de aspectos distintivos que han contribuido a la fracturación social: su férreo conservadurismo político, su compromiso con la autoridad patriarcal, su fascinación por las armas como atributo cultural, su nacionalismo excluyente –que, dicho de otra manera, se traduce en racismo puro y duro– y su percepción en torno a la diferencia de géneros (puesto que “el feminismo representa una amenaza para la feminidad tradicional y para la seguridad nacional”) constituyen un ideario fundamentalista que, al igual que otros movimientos abiertamente reaccionarios, adopta forma de identidad. Desde su reconfiguración ideológica en los años setenta, los evangelistas blancos han temido y combatido a comunistas, homosexuales, pacifistas, inmigrantes, feministas o liberales evocando el pasado romantizado de la nación. Por ello, el actor John Wayne (1907-1979) ha terminado por convertirse en un icono para los evangélicos blancos; activista conservador en su vida real –y, paradójicamente, católico– se erige como modelo de hipermasculinidad agresiva por su rudeza y fanfarronería; ese vaquero heroico, ese soldado entregado, pervive para cientos de miles de personas como un ejemplo de liderazgo patriota, patriarcal y combativo.
Mordaz, sí, pero profundamente documentada, la autora –impecablemente traducida al castellano por Gemma Deza Guil– denuncia los vacíos teológicos de sus dogmas morales y desgrana a partir de múltiples ejemplos su creciente influencia en la cultura popular norteamericana gracias a la instrumentación del odio y el miedo con la misión de combatir a los movimientos sociales que velan por los derechos de las minorías étnicas y/o religiosas, la comunidad LGTBIQ+ o fenómenos de nuestro tiempo, como Black Lives Matter. Su interesantísima lectura no sólo nos permite entender por qué figuras como Donald Trump han llegado a lo más alto de la política estadounidense, sino la forma en que esa ola reaccionaria divide, azota y envenena, poco a poco, a su población.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.