En tiempos en los que no sobran los artistas con carácter –y sí los que tratan de contentar a todo el mundo o incluso auto censurarse, que es más triste–, el asturiano Pablo Und Destruktion se ha atrincherado en su brillante parcela iconoclasta sin ceder un centímetro. Ya sólo la magnífica ilustración de la cubierta y su sinergia con el título de este séptimo álbum dan sobradas pistas de que el músico sigue un camino propio que se nutre del disparatado entorno post-pandémico e incluso de las miserias inconfesables, tan ubicuas como aparentemente invisibles, del gremio.
Un disco de “amor, paz y redención”, lo define él, en previsión, quizá, de que un mal día nos caiga un pepino nuclear, que tampoco sería tan raro –y menos después del infame apagón que sufrimos este 28 de abril, que, por cierto, arruinó su promoción en Madrid–. Ese espíritu “jipi”, como él mismo lo llama de forma perversa, se lo lleva a su terreno, el de la disidencia respecto a la tontería. Sátira descarnada, humor negrísimo y diatribas de efectos terapéuticos. Lucidez, ante todo. Muchos amigos no se va a hacer con estas canciones. Supongo que a él, a estas alturas, esto le importa un huevo de pato.
En poco más de media hora, llevando a sus máximas consecuencias un admirable espíritu de concisión que no abunda, el asturiano nos da su versión sobre los grandes temas de la vida. Si todo se va a la mierda, canta en “Una proposición decente” (humorística referencia a aquella película tan cutre de Adrian Lyne), pues ya está, qué le vamos a hacer, mejor nos queremos un poco. Es una bonita manera de empezar un disco. Romántica a su manera.
En “Soy una persona tóxica” Pablo ofrece esperanzas de redención para quitárnoslas al final –en realidad, aunque nos cueste reconocerlo, todos somos un poco tóxicos–. Imposible ser más certero y mordaz respecto a los tiempos de mojigatería laica que vivimos: “Quizá puedo apuntarme a la Cruz Roja, al PSOE, a una logia o simplemente tirar al mar a un niño al que después salvaría”.
El amor, que así dicho suena un poco grandilocuente, sigue siendo uno de sus grandes temas, porque es verdaderamente inagotable. En “La higuera de las vanidades” (otro ingenioso juego de palabras que remite a la novela de Tom Wolfe) se pone tierno y emociona, mientras que en “La reacción sexual” vuelve a ser brutalmente honesto (“Respetad vuestros cuerpos serranos, controlar la entrepierna es estar ya liberado”). Esa capacidad para desdibujar los límites entre la broma sofisticada y la seriedad mortal es un tesoro. “Hay ciertas cosas que se corrompen y pueden durar para siempre, no lo es el pelo, tampoco los dientes” canta en “La tormenta”.
En lo musical, Pablo incide en su lado más post-folk, con arreglos de cuerda elegantes, e incluso aires irlandeses a lo The Pogues (“El que vive a su manera” condensa su filosofía de vida como broche final) y que le van muy bien a su espíritu trovadoresco y punk, posmoderno o no.
“Dementocracia” es su rítmicamente irresistible y críptica reflexión política. Política en toda la amplitud de la palabra, y que ante todo trata de desenmascarar la insufrible hipocresía que nos tragamos a menudo. Y la guinda: sólo él podía escribir un misil titulado “Artistas contra la cultura”, radiografía inmisericorde, antológica, de los músicos que se arriman al establishment en busca de unas migajas (o millones). “Que con dinero tú cantas mejor y repites las monsergas de tu pagador”. Seguro que más de uno se da por aludido.
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