La británica Anna B Savage irrumpió con “A Common Turn”, espléndido debut que mostraba a una artista consumada con voz prodigiosa: introspectiva, poética, compleja y muy personal, como salida de otro tiempo: entre la inspiración del indie folk descarnado norteamericano, ecos de Joni Mitchell, Radiohead o Portishead y recia honestidad. En su segundo sobresaliente y emotivo álbum, busca inspiración en las complejidades contradictorias del amor, remisa a responder a las preguntas que se formula. El resultado es deslumbrante.
Hay un enfoque deliberadamente terapéutico en ese punto en el que la oscuridad puede alcanzar la luz. Todas las canciones se acabaron en el mismo estudio, bajo la mirada del productor Mike Lindsay de la banda de folktrónica Tunng -cuya labor es exquisita- y mayor apertura de miras en cuanto a la instrumentación, que no compromete la naturalidad general. El trasfondo clásico de la artista le llevó a retomar su clarinete y su saxofón.
Y Savage vuelve a poner toda la carne en el asador, con el aplomo de una veterana, desde la apertura: una devastadora “The Ghost” en la que ruega al fantasma de su amante que la deje vivir en paz. El poder expresivo de su delicada voz, siempre en el centro pero sin aturdir, parte de la contención (esos elegantes dejes jazzísticos), para hacerse eterno en los estribillos.
La desnuda austeridad de “I Can Hear The Birds Now” –arpegio de guitarra y voz, leves arreglos de viento–, la preciosa “Hungry” o “Say my Name” y sus estribillos rotos, hace brillar un talento en carne viva, que no tiene problemas en soltarse hacia el pop y la electrónica elegante, como en la romántica “Crown Shyness”, el soul excéntrico (“Feet Of Clay”) o con las bases de la desmelenada composición que da título al disco. Asombra imaginar el recorrido de una mujer capaz de cantar al amor y su reverso con maravillas atemporales del calibre de “Touch Me” o “The Orange”.
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