La plaza de los Fueros en Barakaldo albergó una nueva edición del Hiriko Soinuak, la séptima ya. Como en años anteriores, la música ocupó la plaza del pueblo en dos formatos distintos. Por un lado, la carpa que han dado en llamar el Bunker. Allí, tenías puestos y, al fondo, unas sillas donde ponerte cómodo para asistir a presentaciones de libros, charlas con las bandas, e, incluso, un par de conciertos. En esta ocasión, los de Gaizka Insunza y Gonzalo Portugal. Además, se le rindió un sentido homenaje a Jon Gondra, coordinador del festival y la feria, que falleció a principios de este 2025.
Por el otro lado, lo que nos ocupa aquí: la carpa principal, refugio ante la lluvia que anunciaban los pronósticos, mientras se ofrecía un escenario para ver a los ganadores de las distintas categorías del concurso de bandas – al fin y al cabo, eso es Hiriko Soinuak - y a los invitados que iban a darle lustre a la fiesta de celebración. Lo podemos llamar, también, festival.
Y el festival se convirtió en dos días intensos de música, durante mucho tiempo bajo una intensa lluvia que no fue capaz de arruinarlos. Se abrazó la variedad genérica y se vio bastante más compromiso político del que se estila en estos eventos.
Abría Laztana Laztana, ganadora del premio a mejor artista en euskera. Laztana Laztana es el nombre artístico de Sandra Vargas, quien salió al escenario acompañada de violinista y de un guitarrista que también se encargaba de otros aparatos. De hecho, fue él quien abrió el concierto, pinchando en una esquina, enriquecido por la atmósfera que creaban los haces de luz blanca. Tras una campanada final, se incorporó la violinista, y, finalmente, la vocalista. Esta se sube a un peldaño estratégicamente colocado en el frontis del escenario y donde han escrito el nombre de la banda y un corazón verde. La primera con la que atacan es “Welcome nire akelarrera”, que queda enérgica y prometedora. A Sandra Vargas, no le cuesta lucir su voz desde la primera canción. En euskera, nos dice que es un honor tocar en casa y que la siguiente canción aún no la ha publicado. Su compañero ya ha empuñado la guitarra, que no se oirá en todo el concierto, a pesar de que se lo adviertan desde el público. Sí se disfruta del violín, que se luce con el pizzicato, por ejemplo, en “Sua”. “Hemen zaude?” invita al baile. Se les jode el micro pero aprovechan para hacer una coreografía. Intentan algo después de una largo intro con el violín sonando muy folky, casi como el fiddle en una fiesta irlandesa, pero no les funciona. Aún así, no se acoquinan: “éste era el ensayo, ¿os la sabéis no?” Es “Arranopola (Oh, My God)”. La parte con perreo le sale en castellano y el estribillo, incluyendo la expresión en inglés, le pilla con la espalda adosada a la de la violinista.
“Airea” es la última, y nos piden, por favor, que bailemos, después de excusarse por los fallos técnicos. El comentario final les queda casi como resumen de lo que ha sido el bolo: “horrela da bizitza, ¡pa’lante!” Situados entre el urban, el pop y la electrónica, probablemente, fueron los que más se alejaron de los géneros guitarreros por antonomasia. Sin embargo, al mismo tiempo, fueron los más punks, con esa actitud positiva y comprometida ante las trabas y pifias. Además, el final fue muy rockero, porque, después de pedirnos que nos agachásemos, acabó fundiéndose con el público por la plaza hasta terminar con un impetuoso rugido, igual que como empezó.
Los siguientes en la lista no eran unos desconocidos. Ganadores de la categoría principal del Hiriko Soinuak, en sus filas, encontramos a gente con pedigrí y recorrido en la escena vizcaína. Juntos, responden al nombre de Monday Potions. Lo primero que llama la atención es cómo deconstruyen los espacios tradicionales de la música rock. Tal y como se ponen en el escenario, a mí me recuerda a ese día en el que llegaba la profesora joven y moderna a clase y ordenaba cambiar la hilera de pupitres. Estos se colocan con el vocalista, teclista y guitarrista en una esquina, de perfil. Comienza sentado y tiene, enfrente, a la baterista con el set completo, que también está de perfil. Al fondo del escenario, se encuentra el bajista, que también toca más aparatos, y el otro percusionista, parapetado tras unos bongos, el pad, un plato, y la colección de instrumentos de percusión que irá utilizando poco a poco y que darían para abrir un museo o, al menos, una exposición temporal. Dejan, por lo tanto, un hueco en el medio, que parece ocupar su propia música y, en ocasiones, el vocalista, cuando se levanta y abandona los teclados para coger su guitarra.
Empiezan con un ritmo extendido, la voz hundida, muy funkies y espumosos. Hasta el técnico de escenario bailan. Me fijo en un curioso fenómeno: el percusionista empieza con gafas de sol, pero luego ya no las tiene, y sí las lleva la baterista, que antes no tenía. ¿Habrán saltado de tabique en tabique? No me he enterado. Su compenetración va más allá de esto o de que compartan el mismo pañuelo de azafata de vuelo. Vuelas con las gamas y sonoridades que entre ambos amasan, bien acompañados por el bajista. En una ocasión, después de recolocarse el omoplato a panderetazos, el percusionista sacará uno más de sus sorprendentes instrumentos y nos debatiremos por saber qué es, solo poniéndonos de acuerdo en el color, fosforito. Unos dicen que un bolso, otros decimos que un juego de aliño.

Reconocemos alguna canción porque no es la primera vez que les vemos en directo y hemos escuchado New Age Hokum, pero, en general, todo suena radiante y fresco, encandilan con la profundidad y complejidad de los temas, con los muchos pliegues y matices con los que cuecen y enriquecen su ejercicio de pop preciosista, que dirían en las revistas. En directo, quizás, suenan más crudos y rockeros. Se enredan con una psicodelia que no cae en la melancolía ni en la épica aunque roza ambas. Al cantante, se le llena la voz de tierra y nervio, y me fijo en cómo se atusa la barba mientras descansa la guitarra, como si estuviera discerniendo los misterios de lo que siguen tocando sus compañeros.
No sabría qué decirte para concluir. Recuerdan, en ocasiones, a Alabama Shakes, pero eso igual es porque yo llevo tiempo escuchando en bucle a los americanos. He leído, y probablemente sea verdad, que la voz recuerda a la de Kevin Ayers, pero es aún más tremendo y desnortado lo que pienso de repente, cuando, sin venir a cuento, y sin compartirlo con nadie hasta ahora que lo escribo, se me ocurre que podríamos estar ante el relevo de Rafael Berrio si cambiaran de idioma. No tienen por qué, por supuesto. Son Monday Potions y lo que hacen ya es sobradamente bueno. Tanto, al menos, como para ganar el concurso.
Terminados los premios del día, llegan las primeras invitadas de gala, aunque, por supuesto, no salen vestidas de etiqueta. Son Ánxela Baltar y Violeta Mosquera, que juntas responde al nombre de Bala. Un power dúo de guitarra y batería que, por lo que pude percibir alrededor, dejó varios heridos, gente a la que aún hoy le dolerá la mandíbula y el cuello de tenerla abierta y de sacudirlo. Sus conciertos son una oportunidad catártica, si consigues impregnarte y hundirte ahí dentro. O igual es solo lo que dice la guitarrista muy al principio del bolo: “Un poquito de ruido, va”.
El repertorio recoge sus trabajos más cercanos y vuelve a los primeros. Por el principio, destacan “Equivocarme”, “Colmillos” o “Vitamina”. Los gritos, casi atávicos, anudan canciones como “Omertá”. Tocan alguna que contemplan como lenta y el trío irrefutable que forman “Verde”, “Mi orden” e “Inmutable” no nos deja, precisamente, como dice este último adjetivo. Tampoco diría que ellas permanecen así, pero sí que sorprende verlas relajadas, como si lo que hacen, para ellas, fuera un ejercicio ordinario, mientras que, para otros, abajo, está siendo casi un sortilegio. Satisfechas también parece que están: “Gracias, qué bien joder, qué bien”.

Ánxela Baltar nos explica que están presentando disco y que la siguiente está ahí. “Prisas”, quizás, suene un poco más “indie”, si se me permite. A veces, sus voces se confunden, se reparten los versos como atropellándose. Después, recuperando el aliento, Violeta Mosquera se pondrá confesional: “Yo estoy muy triste porque rompí dos platos. No gano para platos”. Nadie se sorprende. Se despiden: “Bueno, gente, muchas gracias… con esta plaza llena de peña” y la batería le pone la rúbrica final: “¡Gora Euskal Herria, joder!”. Reducen la velocidad con “Quieres entrar” y la espesan con “Una selva”. Se lucen con la versión del “Territorial Pissings” de Nirvana. Tras mostrar su gratitud con los padres y madres que han permitido que haya niños y niñas en el bolo, aprovechan la despedida para repartir más agradecimientos, incluyendo a los Biznaga, que son los próximos.
El final es igual de arrollador, pero destaca “Humo”, con esa cordura que llega a su fin. Ánxela Baltar agarra el micro para un último grito atávico. La batería sigue pegando. Parece que no va a terminar nunca, pero lo ha hecho. La despedida es triple: Salen ellas dos. Salen ellas dos con bandera palestina. Salen ellas dos para cantar el estribillo de Rage Against the Machine.
Cerraban la noche Biznaga, con el aforo de la carpa completo y algunos grupillos por fuera, aprovechando que no llovía. Salen al escenario en una atmósfera amarilla de luces. Parece que estuvieran atravesando un vendaval de polvo, como aquellas tormentas en Interestelar. Arrancan con buena zancada, un primer tramo efervescente y efectivo a partes iguales: “2K20”, “Contra mi generación”, “Una ciudad cualquiera” y “Mediocridad y confort”. Con este recibimiento, los que los conocen ya han calentado; y los nuevos se orientan: velocidad, energía, letras intensas y voces arrebatadas. Los temas de su nuevo disco llegan después, con “El futuro sobre plano”, “Imaginación política” - que destaca por la costura lírica - o “Agenda 2030”, arrancada con acústica, y después del que bajista se explaye para recordarnos lo que ya ha debido decir antes en el Bunker sobre la conexión que tiene la banda con Euskadi.
La parte final del bolo también combina canciones anteriores con temas de su nuevo disco, sobre todo por la presencia de “El entusiasmo” en una posición simbólica. Antes, vuelven hasta “Espíritu del 92” y tras otras como “Las afinidades eléctricas”, “Una historia de fantasmas” o “Líneas de sombra”, todo explota con “Madrid nos pertenece”. La gente baila y disfruta tanto de los estribillos como de las estrofas. Sin momentos climáticos, ellos mantienen el pie siempre en el acelerador. En los intervalos, demuestran una vez más que tienen los pies en el suelo, acordándose en público de gente como Javi Rubio. Nos recuerdan, también, que vuelven pronto a Bilbao y que quieren seguir volviendo muchas más veces.

Al día siguiente, la sesión empieza un poco más tarde porque se cancela el bolo de Jonsor, ganadores del premio BBK a la igualdad. Por eso, son más de las ocho cuando aparece sobre el escenario un montón de gente. Todos ellos pertenecen a la banda galardonada con el premio al mejor producto local. Se llaman los Nightwaves y hacen una americana de manual, con mucho protagonismo del vocalista, también guitarrista solista. Además de él, la banda la componen seis personas más: otro guitarrista, el bajista, el batería, un teclista que también tocará la armónica y dos chicas a los coros, un tanto arrinconadas y amortiguadas.
Nos parece reconocer las primeras canciones, porque hemos hecho los deberes y hemos indagado un poco antes de venir. Apostaría a que la segunda es “Falling Down”, pero arriesgaría mucho para decir que la primera fue “Bottomless”, ambas representantes del trabajo que han ido haciendo hasta ahora. Tardan en presentarse y son escuetos al hacerlo: “Somos los Nightwaves. Gracias”. La lluvia arreciará con ganas, y en el escenario, uno de ellos, pondrá algo de sarcasmo: “¿Llueve o no llueve?” Me atrevería a decirte que esa lluvia y la oscuridad de la media tarde hasta le sentaba bien a su música: una ración de americana melancólica y sombría. Como si escuchas a Richmond Fontaine desde el balcón de un motel de carretera o debajo del viaducto de una autovía.
También tocaron “Impossible Land”, que reconocí la burbuja púrpura. Su última canción, comenzó con una tormenta instrumental. En general, fue un concierto limpio y efectivo en el que se manejaron cómodamente por los territorios del género sin perderse y sin sorpresas.

Si me hubieran pedido un título para el bolo de Sandré, por una vez, lo habría tenido claro: ¿Albert Fernández? Como cuando en el supermercado se estira la fila y la cajera llama por el interfono a una compañera. Así empiezan: el batería, con un cable en la boca, se acerca a la vocalista y juntos preguntan: ¿Albert Fernández? ¿Estás por ahí, Albert Fernández?
Sin encontrarle, arrancan con “Cosas”. Y ese primer guantazo de punk sin complejos deja a más de uno con los prejuicios temblando. El guitarrista se coloca el instrumento bien arriba. La vocalista lleva un traje que le dará el coñazo por un botón, pero luego tiene un vuelo que utiliza muy bien para contrastar las letras con su baile. Al fondo, el batería, también a los coros; y, en el otro costado, la bajista, que también canta, y con rabia, muchas veces, más allá de lo que podríamos llamar coros.
Después de volver a dar las gracias en euskera, nos explican que vienen de Barcelona y que desean que lo pasemos bien. “Fracaso” insiste en su pulsión por hacer de la repetición un arma purgante. “Millones”, con un riff embaucador, la cierran gritando “Viva Palestina libre” y la solista se canta “Peor”, a pesar del arreón de los versos, con un vaso en una mano y la otra agarrada al micro. He leído que se la conoce por sus lesiones, por los golpes que se ha llevado en directo. Un poco más sosegada en este, al final, cuando cantan “Presión”, acabará por el suelo, maniatando a su bajista con el cordón del micro.
Pero eso es el final. Antes de “Miedo a la vida”, no puedo evitar fijarme en cómo el parche dorado del bombo hace un reflejo raro cuando la solista baila. Su vestido negro dibuja siluetas que son casi sombras chinescas. Más o menos por aquí, por fin, encuentran a Albert Fernández, en primera fila, tranquilo, bebiendo una lata de Estrella Galicia, sin ganas de recibir tanto protagonismo, por lo que parece. Luego explicarán que es un colega que ha venido hasta allí para verlos. Barakaldo, de repente, vuelve a ser un sitio que está lejos, más lejos incluso de lo que estaba para las Lisasinson.
El punk se desmenuza en “No” y vale como declaración de intenciones. Para algunos, igual no lo sean, para otros, demuestran que el punk es un concepto mucho más elástico y con más posibilidades de las que se le han otorgado por norma. Eso sí, siempre se ha entendido que el punk era un género sincero y sin falsedades. Ellos dicen: “Todos tenemos ganas de ver a Reincidentes” y aunque suene a retintín, luego estarán a pocos metros de donde estamos nosotros, viendo el concierto de los sevillanos, compartiendo bebida en vasos de plástico y tarareando las canciones. El movimiento de cabeza de la vocalista, pendular para Saioa, erizado por dos pequeños moños altos que parecen borlas eléctricas, a tenor de la fuerza que contiene en su cuerpo, marca el ritmo de muchas canciones. En “Malas!”, todo es bueno. Es ella quien consigue crear una atmósfera envolvente con unos teclados que tiene al fondo y que toca mientras canta con el micrófono metido en la boca.
“Venga, va, que ya queda poco”, y esta vez si es ironía. Piden un aplauso para Albert Fernández, pero el que se lo merece es el guitarrista, que rompe cuerda, y la cambia en tiempo record, abriendo el envoltorio con los dientes y sin quitársela de encima. Además, lo hace mientras aguanta la coña de su batería, quien susurra historias sobre universos paralelos donde se quedaron atrapados guitarristas que intentaban cambiar cuerdas. Tocan “Rància”. Y luego, “Lo tengo todo”, con un humor, y la vocalista girando al aire el cable de su micro como le gustaba hacer al cantante de los Tokyo Sex Destruction. En el público, por tradición, alguien pide una de Los Roñas, pero no le escuchan, y la que suena es la ya mencionada “Presión”. Todo antes de terminar tal y como lo explicaron ellos: “esta es la canción folclórica catalana para terminar el evento de hoy”, dijo el batería, y nos mandan a dormir.

Diría que era expectación lo que se palpaba antes del bolo de los Reincidentes. Había gente de todas las edades, e incluso algún niño. Detrás de mí, hasta vi a uno de esos jóvenes de hoy en día, con bigote y la ropa que pudo haberle cogido a su abuelo del armario pero que ha comprado en una tienda de segunda mano de Tres de Mayo a precio de boutique.
Los Reincidentes, en general, se mostraron en forma, con buen sonido, sin errores, detalles de calado, un repertorio profundo y sugestivo, y, además, con temas nuevos que calaron. Empezaron con “Yaveh se esconde entre las rejas”, como creo que es costumbre en fechas cercanas. No descansaron hasta que tocaron “Rebelión”, que es el single de su nuevo disco, “Peligro”, de este mismo año de 2025. Y era como la séptima u octava del repertorio. Todo lo anterior, del tirón: “Al día le faltan horas”, “Un día más” - con Madina levantando el brazo al cielo -, “La historia se repite” - y ahora se pega en el pecho y apunta a alguien que pasa por el público con una bandera de Palestina -, “Grana y oro”, “Terrorismo”, “Aprendiendo a luchar” – y muchos tenían ganas de volver a gritar esa frase que te lleva de Belfast a El Salvador pasando por el África profunda y sin salir de tu habitación – y “La republicana”, con más puños en alto. Todo eso, como he dicho, de sopetón.
Para demostrar frescura, dos canciones más del disco reciente. Primero, una rockanrolera “Cultura contra basura”, que en esta tierra podría recordar a los Flyin’ Rebollos. Y, luego, una “Anticristo” que vemos tararear al batería de Sandré. “Los hijos de la calle” acaba con la gente gritando a pulmón el nombre de la banda en singular y “Nazis nunca más” la comienza Fernando Madina advirtiéndonos sobre los nuevos disfraces del fascismo. Y es bastante explícito. Luego, lo que brilla es el tapping que se marca Barea a la guitarra.
Con el fragor ya de lo que llevan, las siguientes caen engrasadas. Desde esa “Dos colegas” en la que Javi Chispes y Madina parecen conversar, pasando por una “Corre” donde se luce Barea. “Un pueblo” la comienza Madina cantando en euskera y no será la última vez. Por ahí, también, caerá el emocionante recuerdo a Boni, de quien hacen “Explosivo” y Madina apunta a Barea cuando puntea para recordar al compañero fallecido.
Un nuevo descanso sirve para platicar con la gente después de darles las gracias. Chispes grita “¡Palestina libre!” y Madina recuerda el partido entre selecciones de estas navidades, aunque, por un momento, confunda al Athletic con la selección de Euskadi. Después, se lamenta por no tener algo así en su tierra. La interacción entre la banda y el público se rubrica cuando dedica “Colgados de un sentimiento” a todos los presentes, canción que dicen “habla de todos vosotros y vosotras en estos 39 años”. Luego llega “Huracán”, y el tío que ha aparecido delante de mí, como si lo hubiera arrastrado la marea, se golpea el pecho con sentimiento. Es como el anuncio de lo que viene luego, porque tenía que venir.
“Vicio”. Vuela la cerveza, que nos asperja por alcance. Mola como la han ido subiendo desde el riff. La peña la ha reconocido por el camino y ellos la tocan rápido. Madina, tiene tiempo hasta de tunearla y cambiar un verso para decir lo que sigue: “Todos esos móviles con los que estáis grabando como gilipollas”. Al final, insiste con la idea: “A ver si algún día os da por grabar otra cosilla, hijo”. Como, por ejemplo, “¡Sáhara adelante!, que no la graba nadie. Chispes se sube a la plataforma del batería justo antes de que llegue su momento de protagonismo. Él se encarga de cantar “Eres libre”, una canción de su propia banda, Maniática, que ya era, en sí misma, una versión, porque se trata de su adaptación de “Redemption Song”.
Con “Rip Rap”, como no podía ser menos, llega el pogo: tímido pero pogo. Llueve la ostia. Tanto que, aunque estamos a cubierto en la carpa, hay quien abre el paraguas. Están tocando “Cucaracha blanca” y atada suena “Jornaleros andaluces”. Jon se acuerda de Eh Mertxe! por “En la vid” y yo pienso en que, desde donde estoy, se ve el mural de la memoria que hay en la pérgola. Esos obreros, igual que los jornaleros de la canción, también nos enseñaron a tener el puño levantado. Aunque no esté, la voz angulosa de El Cabrero recorre cada verso.
Es en el final, cuando más llueve. Suena “Una tierra llamada rabia” y luego sonarán todas las esperables en un final contundente. Cuando visitan Euskadi, por ahí meten el “Euskal Herrian euskaraz” de Oskorri, aunque lo electrifiquen y lo comiencen con la archifamosa frase de Urko y Gabriel Aresti: “Guk, euskeraz. Zuk, zergatiz ez?” Después de un “¡gora Euskal Herria, mekaguendios!” se despiden hasta siempre y dan las gracias con el brazo el alto, pero no tienen ganas de irse y no hacían ni falta el beste bat. En el bis, “¡Ay! Dolores”, primero, y “Jartos d’aguantá” después ponen el colofón final a un recital que tuvo poco de nostálgico, en parte, quizás, porque el mundo se ha empeñado en que todo lo que ya cantaron hace tiempo los Reincidentes siga estando de actualidad.
Para el “Jartos d’aguantá”, que enloquece a las primeras filas, invitan a El Duende, a quien presentan como un sevillano que hace rap y vive en el norte. Con él aún por el escenario, se despiden en equipo mientras de fondo suena “Mundo mejor”, una canción de su último disco. El mundo, probablemente, no sea mejor, pero noches como esta lo arreglan un poco. Y dos seguidas, mejor.
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