La querencia natural del espectador por regodearse con un drama familiar en el que sus miembros se sacan los ojos y se zancadillean hasta la extenuación es una baza que “Legado” agota demasiado pronto. Tal vez por la literalidad de sus intenciones o por la atropellada manera de presentarnos las mismas, la nueva miniserie de Netflix, firmada a seis manos por Carlos Montero, Pablo Alén y Breixo Corral, consume antes de lo previsto nuestro interés y se enroca con estrépito en errores de primero de ficción.
Flaco favor le haríamos vendiéndola como la “Succession” española, pues al margen de que esta le dé sopas con ondas, “Legado” cruza dicho Rubicón construyendo con discreta fortuna un universo propio a partir de las sobras del telediario y un amplio (y estudiado) abanico generacional de personajes que, por morbo y cercanía, harán que mantengamos con ellos un constante tira y afloja de incierto deleite.
La falta de originalidad no es, por tanto, el mayor de sus pecados. Donde nos pierde es en su pretenciosa narrativa, incapaz de apretar todo lo que abarca y olvidándose de la sutileza por el camino. Sus ocho episodios están llenos de easter-eggs con mala baba que riman, en ocasiones chuscamente, con nuestra actualidad política, dejando poco o nada a nuestra imaginación y evidenciando una tendenciosidad ideológica en los márgenes que ni procede ni favorece a nuestra ya polarizada usanza. Partidos políticos conjugados en primera persona del plural, actores que parecen stunts de sus respectivos trasuntos, caricaturas de lo progre con la finura y el decoro de un elefante en una cacharrería… ¿Urgía de verdad personalizar tanto el mensaje? ¿Necesitábamos una ficción que le pintara la cara a la izquierda hipócrita? ¿A caso no nos habremos olvidado también de ciertos nombres en este particular paredón?
Fuere como fuere, insistimos en que el verdadero traspiés no resulta ser ni su paródica y sesgada revisión de la coyuntura institucional ni la mejorable entrega de un elenco al que le viene grande enfrentarse a tal empresa (con varios momentos de comicidad histriónica e incómoda que desentonan y son, como poco, omisibles). Es más bien esa cansina retahíla de giros de guion lo que terminará por confundirnos, agotarnos y en última instancia, aburrirnos. Cada episodio esconde una sorpresa nueva, un inesperado pisotón, un arranque y un desacelere casi simultáneos y un “quítate tú para ponerme yo” distinto, lo cual hará que la fórmula del plot-twist se gaste de tanto usarla y se acabe quedando todo en algo más próximo a una telenovela que a la esperada producción con galones que sus responsables esperaban.
El reparto filial, eso sí, retrata con esmero a una cuadrilla de pijos insoportables que consigue con creces su propósito de hacernos dudar en todo momento quién de ellos nos caerá peor (eliminando así cualquier posible disputa entre buenos y malos: aquí solo nos movemos entre perversos y estultos). Por su parte, y pese al preclaro tour de force que José Coronado nos brinda, el fogueado actor madrileño no es en absoluto Logan Roy. Consigue, aun así, hacer de su Federico Seligman uno de los trabajos más destacados en su reciente carrera, malavenida entre productos televisivos de tercera hasta que Víctor Erice nos lo devolvió en plena forma con “Cerrar los ojos” (23). Aunque la verdadera sorpresa termine dándonosla Diego Martín, con más registros que un camaleón y la dosis de cordura exacta que el público demanda entre tanto sindiós.
La ambigüedad de sus voces principales, la atracción por ver hacia dónde conduce este río de corruptelas y sus momentos de brillantez musical (ya que nos ponemos, ronda de aplausos por contar con Silvia Pérez Cruz e Israel Fernández en vivo) no son suficientes para que “Legado” pase del aprobado raspado y generoso. Paradójicamente, su trascendencia será un gran interrogante.
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