Ferrari

“Ferrari” es desconcertante. Es hábil porque entretiene e interesa, pero su construcción confunde y no deja claros los objetivos (o la relevancia de los mismos). Esta aproximación al fundador de la famosa empresa automovilística no basa su atractivo en frenéticas escenas de competición ya que, de hecho, las carreras son el medio, no la (supuesta e insuficiente) finalidad de la obra: contar una tragedia ordinaria en la vida de alguien fuera de lo común. Los ricos también sufren.

El autor de “Heat” prefiere explayarse en la vida personal del ex-piloto, especialmente en su relación marital y en la ocultación de su amante, cuestiones que plantean el problema de la sucesión al mando de la empresa: Ferrari es padre de un hijo fallecido y de un vástago fuera del matrimonio, cuya madre, serena Shailene Woodley, espera reconocimiento.

El retrato que hace Mann de Ferrari, sobrio y espléndido Adam Driver, es respetuoso, como si no tuviera derecho a juzgar a quien ha sufrido la pérdida de un infante. Frente a Driver, Penélope Cruz, en su papel de atormentada esposa, consumida de dolor, combina el desgarro de su Italia de “No te muevas” con el ímpetu de su María Elena de “Vicky Cristina Barcelona”. El trabajo de la actriz es tan intenso que consigue, asombrosamente, desdibujar el rostro y transformar su carne en una idea de angustia y desazón ilimitadas.

Y es que “Ferrari” es una cinta marcada por la muerte. Se inicia y acaba, circularmente, en un cementerio y la ausencia del hijo muerto determina la tensa relación del matrimonio. Además, la tragedia se respira en la pista de carreras: el circuito es un campo de batalla incierto donde pueden perecer bravos automovilistas que escriben cartas a sus amadas días antes de la carrera como lo hacían los soldados de las dos guerras mundiales antes de la batalla. Además, la película está dedicada a los fallecidos Sydney Pollack y Troy Kennedy Martin, director y guionista del proyecto original, cuyo guion Mann ha resucitado.