El imperio de la luz

Aunque a priori podría parecer que Sam Mendes se ha contagiado tardíamente del virus 'ego-nostálgico' que, en recientes años, está afectando a varios cineastas que han decidido contarse a sí mismos cinematográficamente -desde Almodóvar a Steven Spielberg, pasando por Alejandro G. Iñárritu, Kenneth Branagh o Paolo Sorrentino- hay que reconocer que la mirada del autor de "American Beauty" es menos ombliguista que alguno de los citados y respondería -suponemos- más a una voluntad programática iniciada casi un lustro atrás. Así, si en 1917 la historia estaba inspirada en experiencias vividas o contadas por su abuelo paterno en la primera guerra mundial, en su nueva película es la figura materna -y sus problemas de salud mental- la que inspira el personaje central del film, encarnado, a veces con cierto exceso, por Olivia Colman.

Sin embargo, en "El imperio de la luz" no hay ningún niño o adolescente en el que el espectador pudiera percibir una réplica en miniatura y en formación del futuro cineasta. Mendes se borra de la historia -la protagonista no tiene hijos- y se vuelca en dibujar un retrato de mujer en sombras (y en el alambre). Una mujer que trabaja en un cine elegante e imponente, el Empire -de ahí, lo de El imperio de la luz- en el que nunca ve las películas que en él se proyectan. Como si tuviera suficiente con su mente.

El film es también un viaje en el tiempo -con un trabajo encomiable de ambientación- al Reino Unido de los 80 afectado por un aumento de la extrema derecha. La inclusión de un joven negro como nuevo empleado eleva el componente social de la historia, especialmente cuando este, correcto Micheal Ward, se involucra en la vida de ella en un giro que el espectador acepta más por cordialidad que por convicción. Es el guión y estos pequeños desencajes lo que no acaba de estar afinado en un buen drama que, es a la vez, el intento de poner luz en una mente a oscuras y el relato de iniciación de un joven que tiene en contra la corriente social.