Traerse hasta casa un título internacional de contrastado éxito es, como poco, un acto de riesgo del que salir airoso parece enteramente complicado. A priori comprobamos que “Bird Box Barcelona” hace los deberes y construye sobre sí un universo paralelo al presentado en su homóloga (con el objetivo en mente de no entregar al espectador una historia plagada de pasajes de previsible desenlace y poder crecer así más allá del relato original). Si el camino que logra edificar es o no merecedor de nuestra curiosidad y benevolencia, es ya otra cosa.
Al contrario que la cinta protagonizada por Sandra Bullock, en la cual éramos capaces de discernir una narrativa más arquetípica y lineal, este particular apocalipsis, contemplado ahora en la Ciudad Condal y firmado desde la óptica de los hermanos Álex y David Pastor, nos brinda una desconcertante colección de giros de guion que no se hacen esperar y que bien nos harán constatar desde su inicio, la nueva y ambiciosa magnitud a la que se ha pretendido llevar el material que en su día se planteó en “A Ciegas” (18). En esta ocasión, el rol de Bullock es repuesto por un limitado e insuficiente Mario Casas en la piel de Sebastián, quien deberá hacer frente a uno de sus papeles más adultos y a la responsabilidad de cargar sobre sus hombros con el protagonismo absoluto de una trama que revelará su naturaleza a golpe de flashback y salto temporal.
Aunque se busque ornamentar la misma a partir de chorretones de CGI con los que esbozar elaborados paisajes emblemáticos de una Barcelona sepultada en caos y barbarie u ofrecernos novedosos planos subjetivos de esas supuestas criaturas a las que no debemos mirar, la lograda forma no solventará la omisión de fondo. Y así queda manifiesto en una objetiva mala gestión de sus recursos textuales, la cual nos hará perder el hilo y mantener presente el recelo de que otros personajes (con más carisma y afán de aportar algo nuevo a la trama) estén del todo malogrados en favor de dar mayor cuota a ciertos hilos argumentales repetitivos, sobre-explicados o simplemente carentes de atracción para el público (en 2018, hablar de apocalipsis sonaba todavía innovador; en 2023, es un tema indiferente y manido con escasa capacidad para atrapar). Entre estas potenciales líneas que se quedan a medio gas, encontramos el viraje hacia una imaginería religiosa y ese dosificado planteamiento sobre la existencia de una secta de “videntes” que obligan a los demás a abrir los ojos (dirigidos por el padre Esteban, leído en boca de Leonardo Sbaraglia); un entramado que ligeramente se intuyó en su entrega pretérita y que ahora, con tan solo leves sugerencias a lo largo del metraje, nos hará imaginar una trama alternativa que sí podría haber funcionado, pero que vuelve a caer tristemente en un olvidable segundo plano.
Tal vez supeditados al abecé de la novela homónima de Josh Malerman que fundamenta esta suerte de spin-off, los Pastor terminan entregándonos un arco redundante que en ocasiones intenta ir más allá del film de Susanne Bier, pero que al mismo tiempo nos demuestra que para este viaje no hacían falta tantas alforjas y que menos siempre es más (así lo comprobamos, por ejemplo, con esa extensa colección de secundarios, plagados de clichés, que distraen y no convencen). Entendemos pues, que el objetivo no era tanto el de superar a su predecesora como sí expandir el entorno de ésta; pero lamentablemente, en este cometido también les vemos errar, pues el agua termina desembocando en el mismo punto en el que lo hace la original: esa suerte de santuario que hace las veces de escenario para un intento de emoción efectista que no llegará a calarnos de la misma forma, en tanto que el espectador no ha tenido tiempo para desarrollar un nivel empático suficiente con sus respectivas protagonistas. Eso sí, con una novedad añadida que deja, sin lugar a dudas, la puerta abierta a una más que posible continuación, para aquel que tenga cuajo de recoger el testigo.
Lo siento, debes estar conectado para publicar un comentario.