A pesar de la naturaleza casi antagónica que define a un templo religioso y a una sala de conciertos, sin embargo no son pocas las similitudes -simbólicas- que se pueden hallar entre ambos espacios. Más allá de convertirse en centros habituales de congregación, su público igualmente responde a un espíritu colectivo y devoto a la hora de invocar un sentimiento que propicie mayor plenitud a su existencia. Un ritual escenificado ya sea a través de una liturgia suspendida sobre creencias divinas o canalizando las pasiones por medio de pentagramas. Por eso, pese a lo pintoresco que pueda resultar que uno de los enclaves culturales más boyantes y efervescentes de Bizkaia en las últimas décadas haya encontrado cobijo en una iglesia barroca del siglo XVII, no deja de significar un trasvase de funciones a la hora de alimentar el alma de sus particulares feligreses.
Más de un cuarto de siglo después de su inauguración, concretamente el 9 de abril de 1997, Bilborock ha convertido el vetusto edificio de Iglesia de La Merced en todo un referente para la escena artística de la zona. Un mérito que ahora se ve respaldado por el documental “Bilborock, mucho más que rock”, dirigido por Álvaro Fierro y Diego Urruchi, una entente que ya ejerció de espeleólogos musicales en “160 metros: una historia del rock en Bizkaia” o “Atrapados por la serpiente”. Una cinta, estrenada el 12 de julio en la plataforma Filmin, que sirve de homenaje a la ímproba tarea asumida por dicho centro, a través de una buena representación a lo largo del metraje de los diferentes artífices de ese “milagro”, al mismo tiempo que revela la cronología que ha acompañado al cambio de imagen, e identidad, asumida por “El Botxo” durante sus últimos tiempos.
Una genealogía, ingeniosamente delimitada por capítulos nombrados bajo terminología eclesiástica, que, introducida por arquitectos, representantes políticos, periodistas, sociólogos o por supuesto habitantes colindantes, nos sitúan a finales de unos años ochenta donde la Ría ejercía de barrera natural, pero también metafórica, que separaba al populoso barrio de Bilbao La Vieja, siempre acompañado de una interesada leyenda negra, del resto de la ciudad. Un caudal fluvial que transcurría teñido de un marrón casi tan oscuro como el color de los uniformes de unos cuerpos policiales que repelían sin rubor las continuas algaradas alimentadas en buena medida por la salvaje reconversión industrial que padecía la zona. Un contexto donde tribus urbanas de toda clase y condición, ya fueran hippis, mods, punks o roquers, se desprendían de sus supuestas rivalidades para convivir en aquellas calles definidas -desde todo tipo de instancias- como proscritas.
Aunque resulte paradójico, poco espacio hay en este documental para el material sonoro, lo que en absoluto debe de ser visto como un demérito sino como consecuencia de su muy esmerada tarea por construir un relato sobre lo que esconden esos muros, y para ello nada mejor que ceder la palabra tanto a muy diversos grupos que de una u otra manera han dejado su huella en el edificio, ya sean Afrika Bibang, Sonic Trash, Audience, El Inquilino Comunista, Moonshakers o Señores, como a todas las personas que han empujado el proyecto desde los diferentes vértices de su infraestructura y logística. Intervenciones que señalan la esencial tarea que desde dicho espacio se ha hecho para tejer un lugar de encuentro para aficionados pero sobre todo sirviendo como base desde la que germinar una escena global y diversa en Euskal Herria. Tanto es así que ese enjambre de visitantes que cuando se acerca el fin de semana se agolpan a la entrada del edificio ávidos por encontrar su recompensa se han convertido en parte natural del paisaje bilbaíno.
Pero señalar, tal y como se aclara reiteradamente a lo largo de la cinta, a la labor llevada a cabo por Bilborock como un ejercicio endogámico por cuidar un circuito propio, por otro lado encomiable esfuerzo acogiendo en su cartel casi cualquier propuesta que adquiriese una mínima representatividad, es quedarse sólo con una parte de la historia. Porque muchas son las bandas y/o artistas que, ya fuera por medio del concurso de maquetas como en actuaciones propias, han llenado el currículum de este escenario con nombres que han alcanzado el beneplácito popular en cantidades asombrosas. Si formaciones como Sidonie han llegado a convertirse en fijos en cualquier festival indie que pretenda aglomerar a su alrededor legiones de seguidores, Amaral, M-Clan o por supuesto Platero y Tú, o Fito, son ya parte del imaginario popular a lo largo y ancho del Estado; fronteras y reconocimientos que serían dinamitadas por la irrupción de presencias como las de The Corrs o Robbie Williams, que también un día se “arriesgaron” a cruzar esa oscura Ría para dirigirse a su grey y entonar sus propios salmos.
El último tercio de la película contiene un alto valor sociológico, y es que las diversas voces recolectadas irán ampliando significativamente su rango de edad y disciplinar para entablar un debate abierto, y apoyado sobre diversos y dispares enfoques, acerca de la continua regeneración de los lenguajes expresivos. Ya queda lejos cuando el Bilborock era un lugar exclusivamente propicio para exhibir tachuelas, crestas, pelos largos o ir cargados con instrumentos para habitar sus locales de ensayo, la necesaria inclusión de la esencia multicultural del barrio, al igual que la ingente aparición de nuevas propuestas que encuentran modelos lejos de los géneros tradicionales, ha significado una inevitable adecuación del lugar a su propia realidad y a la universal. Un panorama versátil que tiene su visibilización en un programa que si bien siempre había incorporado otras disciplinas como el cine, las exposiciones o el teatro, ahora se presentan bajo su propia nomenclatura. Bideo-klippa!, Damba Festival o Femme materializan ese necesario paso adelante que convierte en protagonista a una nueva generación que, lejos de significar una enmienda a la totalidad a aquellos formatos clásicos, resulta una oxigenadora manera de conocer los múltiples idiomas con que se pueden enunciar los procesos creativos.
La inteligencia y habilidad con que los directores del documental dibujan el mapa por el que deben transitar las muchas intervenciones logran que el resultado sea un sentido y merecido homenaje a la labor ejercida durante este cuarto de siglo por Bilborock pero también un muy interesante acercamiento al cambiante clima social y expresivo al que el barrio, y por extensión toda la ciudad, ha estado sujeto. En poco más de una hora la pantalla es capaz de retratar cómo aquellos muros que nacieron para una callada y contemplativa misión ahora se han convertido en el hogar de un jovial impulso donde el único libro sagrado que existe es el que ilustra la cultura como un espacio de libertad compartida.
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