Da igual
Libros / Agota Kristof

Da igual

8 / 10
Judit Monferrer Barrionuevo — 09-07-2021
Empresa — Alpha Decay

Para leer y disfrutar "Da igual", tan atmosférica y compacta en sus veinticinco cuentos, no hace falta haber leído antes algo de la autora, pero desde luego ayuda conocerla un poco, saber quién era para, así, comprender de dónde salen todas estas narraciones. Agota Kristof nació en 1935 en Csikvánd (Hungría), pero tuvo que huir de allí a los veintiún años, expulsada por los tanques soviéticos. Fue a parar a Suiza, donde permaneció toda su vida, hasta que murió en 2011, y donde desarrolló una amplia carrera literaria en francés, un idioma del que no sabía nada y que acabó dominando. Kristof fue una mujer valiente cuyos anhelos se vieron destruidos por la guerra y cuya fuerza de voluntad la sacó adelante, con nuevos sueños en el horizonte, esperando a ser cumplidos.

De hecho, fueron sus ansias de escribir, aún el desconocimiento del lenguaje, las que la llevaron a crear estos cuentos recogidos en "Da igual", plagados de la hostilidad y la fatalidad con las que la escritora veía el mundo. El libro se compone de narraciones cortas, siempre con una vuelta de tuerca, un giro despiadado y turbio a la vuelta de la esquina que le concede un significado distinto a cada cuento. Algunos son más directos y sencillos, más realistas, y otros son como un caleidoscopio de ideas y sensaciones surrealistas, metáforas, casi como una pesadilla de David Lynch. Agota Kristof tiene una gran imaginación, no sólo por los extractos en sí, sino por la perversidad con la que teje las historias, el toque sádico que les otorga. La ordinariez, la locura y la crudeza nunca vaticinan un final benévolo, ya que la esperanza no sirve de nada; la vida es así, sin medias tintas, y la autora está dispuesta a enseñárnoslo. Y nos lo creemos.

Con una escritura clara, poética pero entendible cuando las narraciones son sencillas, y enigmática y enrevesada –a veces demasiado– cuando son oníricas, Kristof impregna los cuentos de "Da igual" de existencialismo, uno que cuestiona la esencia y la muerte, la soledad, el hastío y la vejez, y que te hace reflexionar y te golpea con fuerza, como un toque de atención, como una llamada de socorro.

Las personas están hechas de anhelos. Albergan deseos de volver a un pasado mejor, más brillante y joven, lleno de recuerdos, empañados, sí, pero reales. Tienen ansias de un futuro prometedor, repleto de posibilidades y de esperanzas por cumplir, fantasías veladas de ambiciones. Quieren esto o aquello, y están alerta, siempre a punto para nuevas aventuras. Buscan desesperadamente lo que la vida les puede ofrecer, un algo significativo capaz de marcar la diferencia, capaz de darle sentido al presente. Porque las personas están hechas de anhelos, pero lo único que realmente quieren es saber que todo ha merecido la pena.

Al final, sin embargo, no importa qué es lo que quieren las personas. La vida tiene preparada un sinfín de sorpresas para ellas, algunas buenas, otras terribles, pero ambas impredecibles, al fin y al cabo. Y los sueños y anhelos, y los recuerdos, quedarán en nada, se transformarán de nuevo para ofrecer algo distinto. Algo común y único, pero propio. Un plan que trazará el camino, da igual en qué dirección. Porque, como escribe Kristof en uno de sus cuentos, “y, bajo mis párpados, pasarán las imágenes de la pesadilla que fue mi vida. Pero ya no me harán daño. Estaré en mi casa, sola, vieja y feliz”.

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