Todo creador tiende a sentirse incómodo frente a cualquier clasificación que disemine su aportación personal entre generalidades. El ámbito musical, especialmente proclive a la utilización, por otra parte en ocasiones inevitable, de etiquetas que responden al nombre de estilos o escenas demasiado extensas como para atinar en la definición particular, se manifiesta como un entorno donde constantemente se dirime esa batalla por la reivindicación de la propia singularidad. En ese sentido no es una excepción Eric Church, aunque probablemente sí lo sea en cuanto a ser capaz de alcanzar el éxito mayoritario sin obviar una obstinación por liberarse de los grilletes que conlleva un espíritu acomodaticio. Su último, o penúltimo, según se mire, desplante a la línea recta se produjo durante su actuación en el festival Stagecoach del año pasado, donde salió al escenario únicamente acompañado de su guitarra, pero flanqueado por todo un coro gospel, decidido a arrinconar su repertorio clásico para encomendarse, mayoritariamente, a la reformulación de temas ajenos. Una polémica decisión que fue recibida con múltiples reproches, y el desaire de parte de la audiencia, entonada por esos representantes en la tierra de proteger las más puras esencias del country. Lejos de buscar resguardo en formulaciones más tradicionales, su nuevo disco, “Evangeline vs. The Machine”, hereda esa misma controvertida configuración para engendrar un trabajo preconcebidamente recargado y excesivo.
En su libro “Grundrisse”, Karl Marx señalaba que la actividad del trabajador había acabado supeditada a los designios de la máquina, una reflexión que a su manera subyace también en el ideario de este disco que, aunque breve, solo ocho temas, sobre todo si lo comparamos con su mastodóntico predecesor, asume la portavocía de quienes pretenden abdicar de la dictadura de los algoritmos y los caminos telegrafiados por la industria musical en detrimento de la más libre, e incluso anárquica, inspiración. Una reivindicación de la trascendencia del hecho creativo y al que obsequia el poder de comportarse como dique contra la incertidumbre humana, leitmotiv y alimento de una parte sustancial de un álbum que afronta el honorable riesgo de nombrar como único juez válido para los destinos compositivos los deseos de uno mismo.
Si bien solo se puede calificar de encomiable el contexto conceptual de este trabajo, la incógnita que sin embargo esa actitud no consigue resolver por sí sola es acerca del resultado obtenido por dicha empresa. Una misión que, siempre acompañada por su inseparable productor Jay Joyce, afronta bajo la tutela de dos elementos ajenos al organigrama clásico de la música campestre, los coros de raíz eclesiástica y una prominente sección de metales. Agentes extraños para la tradición del género que sin embargo, tanto esos mismos como otros, también han hecho acto de aparición en intérpretes de nuevo cuño, como Luke Combs, Zac Brown o Luke Bryan, que por lo tanto se convierten en las referencias que se pueden extraer para ilustrar un disco que por otro lado lleva ese carácter recargado hasta cotas especialmente reseñables. A la hora de cuantificar el valor de esa decisión puede que el más clarividente ejemplo recaiga sobre la versión realizada de una “Clap Hands”, de Tom Waits, totalmente desnaturalizada y apartada de su agreste y profunda presencia hasta quedar convertida en un tema más afín a las huestes del R&B o de Beyoncé.
Si dos de las reflexiones capitales de este disco son el paso del tiempo y la exaltación del proceso creativo, ambas se coaligan en piezas como “Hands Of Time”, hilvanada por menciones a otras canciones y que su meritoria aridez queda desbancada por un estribillo que naufraga en su busca de majestuosidad, o “Bleed On Paper”, un llamamiento a dignificar el arte compositivo donde sus sobrias estrofas de nuevo son enterradas entre un océano instrumental. El ingenioso ardid de desempolvar el heroico personaje descrito en “Devil Went Down to Georgia" (Charlie Daniels Band), para reclamar su presencia en ese mundo a la deriva que describe “Johnny” –capaz de entregar terroríficas instantáneas como el tiroteo en la escuela Covenant de Nashville– , encuentra en su tono melancólico y delicado un buen asidero para que sus voces y violines consigan, esta vez sí, ser fuente de sentimientos. Unas cuerdas que protagonizarán el paso tenue y reflexivo, solo interrumpido por explosiones eléctricas que nada sustancial aportan, de una “Storm In Their Blood” que resiste el envite gracias a su meritoria condición innata.
En este contexto, donde la estructura musical de las canciones se ve golpeado, y en ocasiones derribado, por la ornamentación y la suma de elementos como decálogo rector, el ánimo épico de varias de las piezas significa una zona de riesgo extremo. Un peligro que en “Darkest Hour”, compuesta como homenaje –pero sobre todo bajo el afán recaudatorio– a los damnificados del Huracán Helene, deriva en una inevitable realidad demasiado azucarada, restando interés musical a su noble destino social.
Que Eric Church no se siente cómodo instalado en la figura de clásico songwriter resulta evidente a nada que se observe su carrera. Su trayectoria es una constante mutación y una búsqueda reiterada de los instintos que le hacen sentir vivo creativamente en cada momento. Una reflexión que, de hecho, es el eje central de un disco que disputa a la matemática inerte su trono en la industria musical actual. El camino escogido para afrontar dicha confrontación ha recaído en una presentación en la que se ha priorizado la suma y el acopio de ingredientes como vehículo más directo hacia la conquista de los sentimientos. Un destino al que su excesiva carga le ha impedido alcanzar su máxima aspiración. Lo que debía ser la celebración de un encuentro entre paisajes musicales diversos se ha convertido en una fotografía con demasiados colores como para distinguir su verdadera figura.
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