Hyacinth

Discos / David Eugene Edwards

Hyacinth


7 / 10
Fran González — 10-10-2023
Empresa — Sargent House
Género — Rock

Existe un lugar en la música, recóndito, oscuro y apenas habitado por el hombre, en el que el country, el rock gótico y la electrónica más industrial coexisten juntos en una tensa y misteriosa paz. El conductor de esta sinfonía de matices, y en ocasiones domador de bestias indómitas, no es otro que el carismático y polifacético David Eugene Edwards, a quien los más veteranos recordarán por su paso por 16 Horsepower, así como desde hace un par de décadas, por su actual formación, Wovenhand. Con una trayectoria tan longeva, suena particularmente decisivo que sea ahora el momento en el que el artista estadounidense haya decidido emprender este recorrido en solitario, firmando su debut con nombre propio de la mano de “Hyacinth” (Sargent House, 23) y sacando a flote su lado más intimista e introspectivo. Nunca es tarde, no, pero si el bueno de Edwards ha decido esperar hasta bien entrada la cincuentena para enfrentarse a este reto, es porque definitivamente tenía algo muy interesante guardado para nosotros.

Proveniente del griego, el jacinto es la flor del dios sol Apolo y es sinónimo de paz, compromiso y belleza, pero también de poder y orgullo. Se dice que se puede encontrar con relativa asiduidad cerca de las iglesias cristianas como signo de felicidad y amor, aunque en el presente de los casos Edwards haya retorcido esta simbología hasta llevarla al deseo y la angustia, creando con la imperante gravedad de su verbo un tejido que hilvana vanguardia y tradición en lo que bien podría entenderse como el único camino hábil para comenzar a comprender el momento de la historia en el que nos hallamos y a los diferentes intérpretes que lo protagonizan.

De los barros acústicos y lóbregos de los primeros discos de Wovenhand a estos cinematográficos y poéticos lodos con los que el artista se desliga parcialmente de la dura pegada que venía firmando en plural y con banda en los recientes años. Un clima más íntimo, personal y en ocasiones hasta privado, que ahonda en el interior de la psique de su ejecutor y naufraga al paso de once cortes oníricos y etéreos capaces de envolvernos con una atmósfera única que roza el sermón y la elegía. A pesar de su ambicioso envoltorio, donde la barrera entre la sencillez y la complejidad se desdibuja, es el propio Edwards quien en compañía de su productor y colaborador, Ben Chrisholm, un set de cuerdas, y una caja de ritmos, consigue erigir esta sobrecogedora y espiritual catedral que avanza entre mantras y versos más próximos al spoken-word que a la melodía.

Nombres como el de Nick Cave, Peter Steele o incluso el del propio Bowie podrían ser perfectamente referencias recurrentes que no tardarán en venírsenos a la cabeza cuando escuchemos las apesadumbradas diatribas de Edwards, expresadas en esa monótona y uniforme narración que apenas se quiebra ante unos relampagueantes arreglos sintéticos (“Bright Boy”) o unas elegantes modulaciones de voz (“Weaver’s Beam”), las cuales, para sorpresa de todos, casan acertadamente con la intensidad progresiva del tono medievalesco y folklorista que rodea la pieza por entero. A pesar de estas contradicciones estilísticas, es el profundo compromiso de Edwards con la fe la constante que le da sentido a todo, salpicando de referencias, tanto veladas como explícitas, los diferentes pasajes de su disco: desde ese ser celestial original del judaísmo que es Serafín (“Seraph”), protagonista de la apertura del disco en el que sin duda es el corte más experimental que el artista haya firmado hasta la fecha, hasta “Lionisis”, donde su credo pierde literalidad pero no visceralidad.

De un frío ambiental y nocturno a la Nine Inch Nails (“Through The Lattice”), a la volatilidad vaporosa de Dead Can Dance (“Celeste”), Edwards sincroniza con esmero la imaginería del tormento y la reflexividad divina, cimentando un relato de tradición oral que hermana raíz y presente, y reivindica así su yo en primera persona por vez primera en más de treinta años de carrera, demostrándonos que nunca es tarde si el discurso es bueno.

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