Este año sí, el sol reinaba sobre el patio del Seminario San Atilano de Zamora y su llegada fue la guinda en la segunda edición de 'La Liturgia del Vermú', otra de las loables propuestas del Teatro Principal de Zamora más allá de su propio -y maravilloso- recinto. El rito tiene un templo: ese patio dieciochesco del seminario que invoca al misticismo, engalanado y colorido para la ocasión, con zonas para disfrutar reposadamente, y una oferta gastronómica que pone en el centro (y desde su mismo nombre) al propio vermú, y se construye con tapas sencillas pero de buena materia prima. Un espacio que deja a las claras la dirección de la experiencia: la música como energía de comunión y un entorno de tamaño humano para el disfrute compartido y consciente. Congregación.
La bienvenida corrió a cargo de Musikea, escuela de música local, y salió redondo porque los lazos emocionales con el público, los grandes éxitos del rock de los setenta y la maestría de los músicos elevaron el siempre difícil comienzo: el vermú reúne a los amigos. A continuación, el desapego terrenal comienza con Maref, que desplegó sus alas de indie pop invocando al amor y los sueños, una propuesta envolvente que trata de conectar a través de la música, pero más allá de ella. Tras la pausa, que el espíritu también tiene que comer, llegó Cacia en formato banda. Los zamoranos fueron los encargados de recuperar la energía tras el descanso con su pop-rock castellano, una road movie vital cuyas letras y ritmos que suenan a épocas pasadas y nos hablan de bohemia y libertad.
Tras el viaje, por si quedaba algún incrédulo, llegó la comunión. El DePedro solista (en la foto) -su guitarra mágica esconde percusiones inverosímiles- estableció la conexión con Dios y puso a cantar a un público entregado, rezando a la salvación a través del amor. Las sonrisas se hicieron transversales y atravesaron el mundo. Maestría pura sobre el escenario, hizo lo que quiso y cuando quiso, y arrastró a todos con su profundidad y vitalidad chamánica. Un hombre, una guitarra, y una legión de devotos, todo fluye. Con la energía en todo lo alto, tomó el desafiante relevo el pop de Merino. El dúo madrileño hizo un repaso de sus últimas canciones, algo así como una biografía que suena a confesión de pecados mientras se baila y se vuelve a bailar en búsqueda constante de redención.
Casi sin darnos cuenta, la jornada acababa con Cristina Len a modo de despedida, una artista con ascendente a más artista todavía, que mezcla sonidos electrónicos y urbanos con la esencia del folclore charro en una personalidad admirable. Hubo baile, pero el ritmo alocado se sustituye poco a poco por la profundidad de las letras, las voces y el sonido: una vuelta al terruño en el que empezó todo. Sabíamos que el mundo ya nos estaba esperando ahí afuera, pero éste, ahora, nos parecía mucho más bonito: todo está cumplido, podemos ir en paz... (hasta el año que viene).
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