Maligno
Cine - Series / James Wan

Maligno

7 / 10
Daniel Grandes — 14-09-2021
Empresa — Whoa/Warner

Me ha costado darme cuenta de que no hemos estado echando de menos a James Wan, sino a un James Wan en concreto. El director australiano, uno de los nombres más icónicos del terror contemporáneo (“Saw” (04), “Insidious” (10), “Expediente Warren” (13)…), no se había ido a ningún lado. Por mucho que sus últimos proyectos (“Fast and Furious 7” (15), “Aquaman” (18)) no abanderaran el género precisamente, la presencia del cineasta en la industria es cada vez más innegable. ¿Entonces por qué era “Maligno”, tal y como muchos lo catalogaban, el regreso de James Wan? ¿Cómo puede volver alguien que no se ha marchado nunca realmente? Quizás simplemente necesitáramos volver por última vez a una forma de entender el terror, la de esa escuela que el australiano fundó casi sin darse cuenta y que quizás, tras más de una década, sentimos que necesita reinventarse.

James Wan compone su último cuento de fantasmas desde la más absoluta autoconsciencia, diseñando un truco de magia donde la mirada siempre es dirigida hacia el señuelo, hacia el simulacro que está a punto de desmontarse. El espectador, ya acostumbrado a los códigos del cine del jumpscare, creerá siempre ir un paso por delante. Pero nada más lejos de la realidad. Wan dirige “Maligno” como aquel que escribe una elegía, lamentando la muerte del ser querido, pero siempre desde la promesa de que cosas mejores están por venir. Lo que empieza como un versión simplificada y monocromática, incluso desilusionante, de esos relatos de fantasmas urbanos que caracterizaron sus últimos contactos con el terror, acaba como un estallido de subgéneros, como una manifestación de todas esas formas de hacer terror que quedaron enterradas bajo el coreográfico sobresalto que tan imprescindible resultó durante la década de los 2010.

En un momento donde la sobriedad del elevated horror domina el panorama de la pesadilla cinematográfica y la espectacularidad del cine del jumpscare parece estar en decadencia, Wan promete un futuro posible fuera de estas dos facciones enfrentadas. Un futuro encarado desde la nostalgia y, sobre todo, la modestia. “Maligno” es una cinta que se transforma constantemente, que abraza la incoherencia a favor del divertimento de lo imprevisible. Este pastiche de géneros convierte cada secuencia en la pieza de un mosaico que sólo puede comprenderse mientras se observan los créditos. Desde la nueva carne de Cronenberg, que aporta una visceralidad que se contrapone a la contención estética de los anteriores Wan, a la deslumbrante y estilizada violencia del giallo italiano, invocada no sólo desde la propia narrativa sino también desde el estridente y repetitivo uso de una banda sonora para nada tímida.

El australiano reivindica todas las caras del terror audiovisual para demostrar que ninguna de ellas existiría si no fuera para servir al trauma cotidiano, aquel al que, paradójicamente, muchas veces cuesta atribuir un rostro. La violencia de género, la incomunicación y los secretos familiares, la enfermedad… James Wan vuelve a plantear sus mitologías desde la propia mirada psicoanalítica, desde el relato del terror reprimido, del alter ego siniestro y, sobre todo, de la subjetividad del delirio. Siempre con la duda por delante, de si es el otro o soy yo o si el otro no es otro que yo mismo. Freudismo desde el túnel de la bruja, al más puro estilo “Daniel Isn’t Real” (19) de Adam Egypt Mortimer.

No podía faltar en esta carta al jumpscare crepuscular algunas pinceladas de esos colores que Wan ha encontrado en sus últimos viajes cinematográficos, aquellos tan alejados de su hogar. En “Maligno” también cabe el frenetismo del cine de acción, ese que tan mal debería casar con el temperamento y la paciencia que requiere el coreográfico terror de una casa encantada y que tan bien aceptamos cuando sabemos que no hay metamorfosis sin renuncias. Un poco de Mario Brava por aquí, otro poco de Mike Flanagan por allá, una pizca de Dominic Toretto sobre el conjunto y un poco de aroma de “Castle” como guinda del pastel. Debería saber mal, y a ratos lo hace. Pero es imposible que no resulte plácida la promesa de que nuevos sabores pueden existir (y existirán) fuera de la alta cocina; esos que sólo los mejores chefs podrán hacer, aunque eso requiera dinamitar todo aquello que ellos mismo construyeron (o cocinaron, no vamos a destrozar ahora la metáfora).

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