Hay algo duro y esencial, en la austeridad del gran cine nórdico. Pasa con Dreyer, por supuesto con el gigante Bergman, incluso con el iconoclasta Lars Von Trier. De todos ellos bebe el director islandés Hlynur Pálmason (“Un blanco, blanco día”) en esta magnífica “Godland”, película casi de otra era, a contracorriente de bobadas posmodernas tipo “Barbie” o de brillantes espectáculos pirotécnicos hollywoodienses como “Oppenheimer”, y que ha compensado un poco el páramo de la taquilla veraniega. Claro que propuestas como la suya no son fáciles en esta era de topicazos y planos de todo a cien que duran menos de un segundo, pero sus imágenes impregnadas de severidad protestante recuperan trascendencia para una forma de arte tan devaluada por pura acumulación. El relativo esfuerzo merece mucho la pena.
Es admirable que un país que reúne apenas a un cuarto de millón de personas alumbre tal cantidad de músicos, escritores y cineastas con algo que decir. En ello tiene que ver su ética de trabajo, sin duda, pero también precisamente la belleza inhóspita de aquella isla en los confines del mundo. Que es el gran tema del filme. Presentado con éxito en la edición de Cannes y rodado en formato 4:3 de celuloide Kodak, “Godland” narra la odisea de un párroco danés que viaja a una remota aldea islandesa a construir su iglesia, a finales del siglo XIX, en los albores de la fotografía. Parte Palmason de una invención de cosecha propia –el supuesto descubrimiento de las primeras instantáneas de paisanos de aquel país remoto– para desarrollar una cruda reflexión sobre la insignificancia e impotencia del ser humano ante las fuerzas naturales (o Dios, si nos ponemos metafísicos). Es un truco hábil para darle a su filme una rigurosidad histórica sólo al alcance de enfermos del rigor histórico como Robert Eggers.
El equipo de producción apuesta por un realismo descarnado, haciendo un uso majestuoso de los imponentes paisajes desnudos de la isla –de un precioso y amenazador páramo volcánico a vertiginosas cascadas, los glaciares y la tundra–, que durante el tortuoso viaje del religioso se filman en todo su terrible esplendor. No lo debieron tener nada fácil los noruegos que emigraron en su día a esa isla dejada de la mano de Dios (el título en danés se refiere precisamente a esto). El fantasma de Werner Herzog asoma en escenas asombrosas, como la del paso por la montaña de los caballos encabritados, momentos que, como el de la oveja desollada o el de las gallinas a punto de caer bajo el cuchillo, pondrá de los nervios a urbanitas despistados de estómago débil.
El uso de la música –minimalista y quebrada–, recuerda al de la inmortal “Apocalypse Now”, uno de cuyos temas principales era también precisamente el combate desigual entre el hombre y las colosales fuerzas naturales que lo minan hasta animalizarlo y, finalmente, destruirlo. El largometraje, sin un átomo de CGI y repleto de planos largos y contemplativos, nos redescubre el poder narrativo de ese cine que recoge la grandeza de lo natural sin adulteraciones baratas de posproducción. No ha tenido que ser nada fácil rodar planos como el del caballo muerto que se va descomponiendo.
Y no elude Pálmason, todo lo contrario, asuntos que deben ser todavía espinosos, como la relación entre Dinamarca y los indómitos habitantes del que fue su territorio (el filme se cierra de forma irónicamente poderosa con el himno romántico de aquel país), condensada en la tortuosa relación entre el párroco y su guía en el viaje; clave, por cierto, en el desenlace. Su mirada respecto al poco simpático protagonista (un poco como los anti-héroes complejos de Kubrick) y los recios lugareños no es complaciente, aunque las rebeldes hijas del terrateniente salgan mejor paradas.
Para rematar la fuerza telúrica de la película, el cineasta (que no cumple los cuarenta) hace un uso tan inteligente como fascinante de las leyendas y las canciones locales –preciosa la larga escena con toma circular de la boda– de esa tierra ancestral que en cierto momento estuvo a punto de quedarse sin población humana, como cuentan los museos locales sin pasarse de dramatismo. No es de extrañar que los escasos lugareños hayan desarrollado ese carácter alérgico a las tonterías que también beneficia una propuesta que no por tratar un tema clásico deja de tener una poderosa entidad propia.
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