Cuando Isabel del Real terminó sus estudios pasó por un momento de duda. En el cruce de caminos entre seguir formándose o empezar a trabajar, la francesa optó por una tercera vía: escapar, irse lejos. Isabel paró todo y se propuso un reto inmenso: llegar a Teherán en bicicleta recorriendo media Europa. “Cuando salí de casa estábamos en plena pandemia así que no podía tener objetivos fijos. Yo tenía ganas de ir a Irán, pero no podía afirmar que fuese a llegar”, explica la autora de “Y llegué a Teherán”, la novela gráfica que refleja su año y medio y quince mil kilómetros de aventura. “El viaje fue bastante planeado porque tenía en mente seguir todas las montañas posibles, pero como era la época de la COVID se acabó el lujo de elegir las rutas y tuve que ir por donde podía y así salió el itinerario. No había un plan muy fijo”, relata ahora desde un lugar remoto de China.
“Cuando salí de casa estábamos en plena pandemia así que no podía tener objetivos fijos. Yo tenía ganas de ir a Irán, pero no podía afirmar que fuese a llegar”
Así comenzó una aventura en la que poca gente creía. Después de todo, Isabel no tenía gran experiencia como ciclista, pero sí una enorme determinación. Pedalada a pedalada, Isabel del Real se iba alejando de Francia. Por el camino visitó a su abuela en Zaragoza, se encontró con amigos en Italia y con sus padres y hermano en distintos puntos de la ruta. El transcurrir de las semanas también creó nuevas necesidades. “Durante el viaje me di cuenta de que si me otorgaba un año para hacer algo tan físico quería intentar algo artístico. El viaje me dio confianza en mí misma para hacer el cómic, pero era mucho más difícil hacer el cómic que llegar a Teherán en bicicleta”.
Así, con medio mundo intentando dar por concluida la pandemia, Isabel se topó con dos retos en principio enormes para una mujer joven que nunca había recorrido grandes distancias en bicicleta ni había terminado un bloc de dibujo. “Yo siempre he dibujado, pero nunca acababa nada, así que cuando comencé el viaje pensé en hacer un cuaderno de dibujos y empecé a hacer uno cada mes, los colgaba en mis redes sociales y eso me ayudó porque me resultó más fácil compartir mi viaje con dibujos que con textos o fotos”, explica en castellano. “A mitad de viaje les comenté a mis padres la posibilidad de hacer una novela gráfica porque hay muchos libros de viajes, pero nunca he visto el interior de las tiendas de campaña, el material de cocina, y creo que en todo eso hay una estética interesante”.
Esos dibujos fueron dando forma a una estética en blanco y negro, con un trazo definido y muchos detalles de la ruta. “Mi madre me dijo que tomara muchas fotos, aunque fueran feas porque me valdrían para muchos detalles. Hay que hacerlo así porque me gusta ser muy precisa. Si dibujo un paquete de pasta cuando estoy en Armenia no quiero que sean pastas inventadas y si no tienes fotos es complicado”. Las fotos fueron la génesis de los dibujos y ambas la memoria de un viaje. “Tomé muchas fotos, pero ninguna nota porque usé mi memoria para escribir el libro para que no fuese algo muy lineal. Me gustaba la idea de que fuesen las cosas importantes las que llegasen al libro”.
“Cuando viajas en bici la gente no te ven como turista e intentan ayudarte. Es así en cada país. En Francia, Turquía, Albania, Georgia"
Por el camino, Isabel pasó mucho tiempo sola con sus pensamientos, con libros y con sus cuadernos de dibujos, pero también fue conociendo gente. Un campesino que le cedió su granero, una familia que la cobijó de la lluvia, unos chicos que la orientaron cuando estaba perdida. Y muchas personas que la ayudaron cuando tenía hambre, frío o estaba empapada hasta los huesos. “Cuando viajas en bici la gente no te ven como turista e intentan ayudarte. Es así en cada país. En Francia, Turquía, Albania, Georgia. Cuando ven a alguien llegando en bicicleta te ofrecen ayuda. Ha sido así en todas partes”. Todo eso se transmite en las páginas de su libro, donde más que peligros o amenazas se muestra a gente amable de todo el mundo, gente dispuesta a ayudar, a intercambiar unas palabras torpes, personas con curiosidad y con ganas de enseñar su mundo. “Una cosa que me sorprendió es que hay mucha más gente simpática y generosa de la que esperaba y he aprendido a aceptar la generosidad de la gente porque tengo una manera muy francesa de no querer molestar, pero aprendí a decir que sí cuando te ofrecen comida o alojamiento. Eso no lo tenía yo antes. He aprendido a relacionarme con gente de otras culturas y a aceptar su generosidad”.
El libro de Isabel del Real transcurre como su viaje, sin pausa, pero con un ritmo poco común en los tiempos que corren. La prisa deja de existir en el momento que no hay obligaciones e Isabel fluye, se adapta y afronta el viaje con determinación por llegar al destino, pero con el mandato de disfrutar de cada etapa del viaje y de los pequeños detalles: un valle, un amanecer, el ruido de la lluvia en la tienda de campaña, el poder leer un libro del tirón, el calentarse el cuerpo con una comida de camping gas o el impulso de energía del azúcar de una galleta tras horas pedaleando. “Lo que quería enseñar era el día a día en bicicleta y las cosas muy simples de la vida. El tipo de conversaciones que tienes con alguien con el que hablas diez minutos y sabes que no vas a volver a ver”, explica la autora.
La aventura de llegar a Teherán en bicicleta en soledad tenía muchos elementos complejos más allá del desgaste físico y emocional. Lo extenso y arriesgado del viaje lo podían hacer peligroso. Isabel lo admite. “Tuve mucha suerte y también tuve todo el cuidado posible”. Dos elementos necesarios para llegar al destino. “Aunque en realidad hubo pocos momentos en los que estuviese en riesgo y era más honesto contar que fue una experiencia buena, que lo fue”.

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