La Parcela
Libros / Alejandro Simón Partal

La Parcela

8 / 10
Judit Monferrer Barrionuevo — 26-07-2022
Empresa — Caballo de Troya

Todo deja huella, desde el roce de unas manos desnudas hasta el atardecer de una cala perdida; cualquier instante de valor permanece como una marca que moldea el corazón de una u otra forma. Quizá, mientras ocurre, no es sencillo identificar lo que se adhiere a nuestra interioridad, lo que nos acompaña en forma de recuerdo, en tacto vivo sobre la piel, hasta el final de los días, pero con el tiempo, con el devenir de la rutina y el nacimiento casi imperceptible de las canas, desaparece el espacio para la duda y reconocemos, con una claridad divina, los instantes que han marcado la diferencia. Aquellos que acuden como una visión inmaculada de lo que fue, invocándonos más ellos a nosotros que a la inversa. Son fogonazos que atesoramos y que construyen los cimientos de la persona que somos hoy, y de la que nos convertiremos mañana. Memorias que siembran los arados y los límites de nuestra propia parcela, un dominio al que algunos se refieren como habitaje o terreno, pero al que otros, mecidos por la ternura de lo que les ha dejado huella, llaman hogar.

Algo semejante debió pensar Alejandro Simón Partal al escribir su primera novela llamada, precisamente, “La Parcela”. Pues aunque en apenas la primera página aclare que es el nombre con el que se refiere al campo de refugiados que se estableció en Calais entre enero de 2015 y octubre de 2016, en realidad poco tiene que ver la historia con estos inmigrantes forzosos. Más bien alude al ejercicio de introspección que el poeta y filólogo esteponero realiza sobre sí mismo; al retorno a una infancia que, de alguna manera, conjuga el presente y que colisiona con el tipo de vida que Partal tuvo durante su estancia en Francia, en concreto como profesor de la universidad de Boulogne-sur-Mer. Es por ello que este relato resulta uno extraño, porque habla sobre todo y sobre nada a la vez: es un poco romance, un tanto crítica social, un cuanto testimonio migrante. Aunque si tuviera que definirlo tiraría del hilo de que en realidad se trata de un diario personal y sangrante, con las heridas aún supurando de la melancolía y el dolor de aquellos días fríos en Francia; escrito por las yemas curtidas de alguien que se ha aventurado en el extranjero, se ha adaptado, ha amado y, en lo que de verdad importa, ha perdido.

Partal plasma sus vivencias en el papel de una manera a la que llanamente habría que referirse como exquisita. No es el primer libro que publica - antes han venido otros cinco poemarios -, pero sí es la primera novela y su estilo, su construcción narrativa, es realmente buena. El malagueño teje su historia de una forma muy literaria, a través de frases que golpean quién sabe dónde, si en el corazón o en el espacio mental de la reflexión, y con imágenes claras, de esas que uno lee pero también es capaz de ver, de imaginar los colores, el movimiento y las sensaciones que de ellas se desprenden. La sensibilidad traspasa los límites formales del propio libro y se palpa; en el modo en el que se sincera ante el lector, mostrando escenas íntimas, pensamientos prohibidos, el dolor más profundo que se pueda sentir, y de ahí los momentos más bajos que un ser humano pueda tener, que van desde problemas con el alcohol y el sexo hasta problemas con la existencia misma. Así, la novela fluye sola, y te lleva consigo a un viaje en el que te meces fácilmente con las palabras y con las reflexiones profundas que plantea, sobre asuntos tan universales como la muerte o la enfermedad.

Pero ese viaje, como cualquier otro, tiene sus instantes álgidos y sus instantes estancados, tan calmosos que son prácticamente como una parada en el camino. El libro tiene dos partes bien diferenciadas: una en la que Partal se instala en Bolonia e intenta adaptarse, y otra en la que aparece el personaje de Nizar. Lo que ocurre, pues, es que antes de llegar a esta segunda parte hay un tramo en el que la historia no avanza, dónde él empieza a encadenar capítulos en los que ahonda demasiado en aspectos concretos - y no relevantes para la trama - de su infancia, que tienen que ver con cámaras de seguridad o perros y no tanto consigo mismo. Su vida en la ciudad, además, también es monótona: por tanto se limita a beber, a observar el cielo y a hacer reflexiones sobre cosas dispares, y que hacen que te preguntes si el resto del libro será igual. Por suerte, no. Hay una irrupción de vitalidad cuando conocemos a Nizar, pero aun así irrumpen ciertos detalles curiosos y cuestionables que pueden hacer que se mire al personaje principal con otros ojos. Como por ejemplo el subyacente aire de superioridad que rodea a Partal, o su acomodadísima vida - con jardineros, cruceros y fiestas en las que no pueden asistir niños - que evidencia las pocas dificultades por las que ha pasado antes de mudarse a Boulogne-sur-Mer. O, dada la sensibilidad que recorre cada página, la frialdad con la que afronta y habla de la inminente muerte de un familiar, o la poca importancia que le otorga al campo de refugiados, que pasa a ser un mero paisaje de la novela. Aun así, con todo, el autor suple estos baches con su prosa y su historia, en la que nos muestra esos fogonazos que permanecieron con él tiempo después de marcharse de Francia. Esos recuerdos sinceros que lo marcaron para bien y para mal y que levantaron, poco a poco y con perspectiva, campos sembrados de memoria viva que reconfiguraban, una y otra vez, los límites de su propia parcela.

Lo siento, debes estar para publicar un comentario.

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.