La manufactura de la muerte
Libros / Alexandra Midal

La manufactura de la muerte

8 / 10
Tomeu Canyelles — 30-08-2022
Empresa — Errata Naturae

Nada mejor que una buena máscara para ocultar el verdadero rostro de la maldad. Antes de ser descubierto y detenido, Henry Howard Holmes (1861-1896) era un tipo afable y carismático, posiblemente de esos que siempre te saludan; un emprendedor respetado en su comunidad y que, finalmente, terminaría pasando a la historia como el primer asesino en serie de los Estados Unidos. Su leyenda negra inspiró algunos documentales televisivos cuyo ejercicio de reflexión queda amortiguado por unos formatos morbosos hasta la nausea; de ahí que el retrato de Alexandra Midal –profesora de la Universidad de Arte y Diseño de Ginebra (HEAD)– sea uno de los mejores que se hayan ofrecido sobre el caso.

La autora de “La manufactura de la muerte”, impecablemente traducido por Silvia Moreno Parrado, ha conseguido ofrecer un relato ordenado que permite comprender los pasos que dio Holmes antes de convertirse en un depredador letal: desde sus traumas infantiles provocados por alguna que otra broma cruel a la creciente obsesión por el dinero durante su juventud; de sus primeras fechorías como estafador a conseguir moverse con sigilo por diferentes ciudades norteamericanas mediante identidades falsas. En la última década del siglo XIX, los Estados Unidos empezaron a perfilarse como primera potencia mundial: es en este gran escenario en el que Holmes, habiendo amasado una pequeña fortuna gracias a sus engaños, erige en el barrio de Englewood un hotel de dimensiones colosales en el que ordenó instalar las últimas innovaciones tecnológicas (recubrimientos de amianto, sistema de control eléctrico, conductos de gas, un horno gigante, etcétera) con una misión secreta: matar con la mayor de las comodidades, sin dejar una sola huella o vestigio humano. El Castillo, tal y como se conoció al tétrico edificio cuya fachada imitaba una fortaleza medieval, ofrecía un catálogo impresionante de posibilidades para acabar con la vida de un ser humano. La detención de Holmes arrojaría a la luz decenas de asesinatos con una finalidad lucrativa, casi todos ellos perpetrados contra mujeres.

Lo apasionante del texto –y lo que lo separa de la ramplonería de muchas otras obras dedicadas a serial killers– es el concienzudo análisis que aporta Midal sobre el método: ni más ni menos que la arquitectura al servicio de la muerte. Bebiendo del utilitarismo británico y el funcionalismo alemán, El Castillo de Holmes era una casa inteligente, completamente avanzada a su época; un matadero sofisticadísimo en el que el asesinato se funde con la historia de la industrialización y que, al igual que los campos de exterminio de la Alemania nazi, crea una forma estandarizada de matar; una lógica fría, despiadadamente mecánica, que niega tanto la individualidad al sujeto como la singularidad de la víctima. Esa visión, que oscila entre el morbo hipnótico por el mundo del crimen y el análisis académico, aporta un resultado altamente satisfactorio.

Mención aparte merece el extenso anexo final, originalmente publicado por The Philadelphia Inquirer en 1896 y en el que se reproduce la confesión íntegra del asesino: su declaración, de una frialdad absolutamente aterradora, sirve como colofón perfecto para una obra de estas características.

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