Aurora y Enrique
Discos / Soleá Morente

Aurora y Enrique

8 / 10
David Pérez — 19-11-2021
Empresa — Elefant Records
Género — Pop

Si veníamos de un "Lo que te falta" (20) en el que nos inyectó energía y alegría a borbotones en tiempos de pandemia, vida extra a base de electro pop rumbero y mucha garra, Soleá Morente vuelve a reconquistar su libertad creativa con este cuarto álbum, "Aurora y Enrique" (21). Dando rienda suelta a su ADN camaleónico, rinde un sentido homenaje a la historia de amor de sus padres, Aurora Carbonell y Enrique Morente, en once canciones que firma de puño y letra, cargadas de misterio y magia.

Con Beach House, The War on Drugs o Sufjan Stevens bajo las alas, a base de dream pop y sinceridad, teje con recuerdos esa unión verdadera que, aunque físicamente separe hoy a sus protagonistas, siempre habrá un lazo irrompible que los mantenga juntos.

Nos adentramos en "Aurora y Enrique" con la minimalista y emocionante “Aurora”, con una cadencia de nana que funde con “Ayer”, más atmosférica y resplandeciente, donde reluce fuerte el nuevo sonido que ha creado Soleá, junto a Manuel Cabezalí, en este vibrante trabajo.

“Yo y la que fui” empieza con un sonido más oscuro y se va tornando amanecer desde el espacio exterior. Así, entre envolventes atmósferas, sueños y cometas, Soléa siembra versos brillantes y los mezcla con ese hermoso estribillo popular y flamenco que dice: “A la orillita del río yo me voy sola, / y aumento la corriente con lo que mi corazón llora”. Raíces y alas en una letra donde refleja las inseguridades y miedos vencidos en un diálogo consigo misma.

Le sigue “El pañuelo de Estrella”, otra historia de amor, con un soniquete muy flamenco y festivo, rebosante de duende y compás, donde encontramos a la primera invitada del disco: su hermana Estrella Morente. La universalidad del amor y como quedan grabados en la memoria sentimental aquellos primeros gestos que prenden la llama.

La Cara A cierra con uno de los temas más ambiciosos del álbum, los siete minutos y medio de “Fe Ciega”, con una letra muy evocadora y espiritual, donde ese amor del ser querido nunca se va del todo y sigue presente, de alguna manera, en nuestro día a día. Los delay de guitarras dibujan paisajes luminosos que atardecen una y otra vez, con cierto regusto a The War on Drugs y a Lou Reed, más homenaje incluido al gran Manzanita, rescatando esa preciosa estrofa de “Ni contigo ni sintigui” de su "Espíritu sin nombre" (80), esa que dice: “Los cristales de mi casa / los empaño con mi aliento, en ellos yo pongo tu nombre / y después los borro a besos”.

Abre la Cara B del álbum a base post-punk y electrónica turbulenta con “Domingos”, haciendo tándem perfecto con Isa Cea (Triángulo de Amor Bizarro), en la que quizás sea la pista más rupturista del disco. Reivindicación social y el latido revolucionario que unió para siempre a una gitana y un payo.

El pulso de armonías evanescentes lo recuperamos en “Iba A Decírtelo”, flotando en giros poéticos y esas atmósferas oníricas en las que ya estamos inmersos y no hay vuelta atrás.

Recta final y llegamos al principio de los principios en “El Chinitas”, con ese inicio coral y armónico, con marcadas percusiones y una omnipresente y luminosa guitarra. El madrileño Café Chinitas, donde su padre se enamoró de su madre, donde Enrique sintió ese flechazo al ver bailar a Aurora.

La vida sigue y hay que acumular nuevas vivencias y cantarlas con alegría. Eso hace Soleá en “Marcelo Criminal”, repleta de palmas, guitarras y mucha química compartida con este tercer invitado. La canción más desenfadada del disco, necesaria para rebajar la intensidad y coger aire.

“El amor que me dabas, que como era de “Polvo y arena”, el aire se lo llevaba”. Soleá recupera ese estribillo popular que tanto le gustaba cantar a su padre y compone una hermosa despedida, cristalina y sanadora. Porque, aunque el “Polvo y la arena” se las lleve el aire, los recuerdos y el amor verdadero siempre perduran.

Y si empezamos con la onírica “Aurora”, cerramos el círculo con “Enrique”. Jonda y sentida, con un delicado piano que parece adentrarse en un anochecer de luna llena y, siguiéndolo, a modo de nana, el tarareo de Soleá que, en mis oídos, se mezcla con el de su padre.

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