Koji Fukada utiliza “Love Life” para enviarnos un mensaje tan directo como el título de la película: la vida está para amarla. Sin embargo, no lo hace de una manera explosiva, ni dramática, sino que aprovecha el costumbrismo para mostrarnos que, de la muerte, nace vida.
“Love Life” consigue encontrar en lo cotidiano la sutileza para captar nuestra atención y hacernos apreciar los pequeños momentos. Realmente, la definición de esta historia podría ser una secuencia de pequeños momentos. Desde las escenas con la bañera, hasta el juego de Otello, todo sirve de símbolo para representar la relación entre sus tres protagonistas. Nada es muy tenso, nada es dilatado, simplemente, es el curso de la vida.
No obstante, sí que hay una pega que también se refleja en el propio título: lo directa que es. En las películas de corte costumbrista el uso de conversaciones que parecen banales y la superficialidad de algunos actos invitan al espectador a generar un diálogo con la historia, a buscarle el sentido y, por lo tanto, a adentrarse en su cotidianidad. En cambio, el diálogo de la propuesta de Fukuda es demasiado directo, se cuenta todo lo que piensan los personajes, todo lo que sienten, y cualquier disfrute sobre su desarrollo se pierde por sobreexplicativo.
Esto tiene cierta relación con cómo estaba contada la increíble “Drunk” (“Otra ronda”, 20), de Thomas Vinterberg. En la película danesa existía ese espacio para entender el mundo interior de sus profesores alcohólicos sin la necesidad de expresar la infelicidad que les generaba la monotonía. A Fukuda le ha faltado un poco de ese “mostrar, no decir” que le sienta tan bien a la narrativa.
Quitarle el mérito en lo tocante a símbolos sería un error, pero no acaba de adecuarse a la sutileza de este género en cuanto a sus diálogos. Por eso da la sensación de que “Love Life” se queda a medias a pesar de sus ideas y de la construcción de sus metáforas.
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