Lamb
Cine - Series / Valdimar Jóhannsson

Lamb

7 / 10
Daniel Grandes — 26-11-2021
Empresa — Vértigo Films
Fotografía — Cartel de la película

Comentábamos con unos compañeros antes de entrar a ver “Lamb” que, por desgracia, temíamos estar vertiendo demasiadas expectativas en la película. Este pequeño grupo de fanáticos del festival de Sitges entre los que me incluía tenía en común un cierto desencanto con la fórmula de la productora y distribuidora A24, indiscutible meca del tan celebrado como discutido “elevated horror”. Sentíamos que una ola que cineastas como Ari Aster, Robert Eggers o Peter Strickland habían surfeado podría empezar a difuminarse o, al menos, a no causar en el espectador el impacto que en su momento tuvo.

Lo novedoso alargado en el tiempo deja de ser novedoso, al fin y al cabo. Ya hablamos en esta misma casa de cómo el terror contemporáneo parecía estar iniciando un proceso de mutación, consciente de sus dudas y carencias, que empezaba a materializarse en hiperbólicos experimentos (posmodernos) como “Maligno” de James Wan. Es ilusionante que la vacante de obra paradigmática para el futuro del género esté a día de hoy pendiente de disputarse; saber que, ante un panorama de confusión general, el cine de terror aún no haya salido a declarar (quizás haya un poco de eso en “She Dies Tomorrow” (20)).

“Lamb”, la ópera prima de Valdimar Jóhannsson, sí que ansía moldear unos códigos para que encajen en esos huecos que el contexto sociocultural (post)pandémico ha generado en el espectador. La cinta despliega un dispositivo romántico, perfilado sobre una naturaleza agresivamente pasiva e inmensamente asfixiante, para plantearse (entre otras muchas cosas) los peligros del antropocentrismo. Temáticas ideológicas latentes en nuestras conversaciones contemporáneas como el antiespecismo y la identidad fluida se entreven en esta fábula muda que se lee mejor en los gestos que en las palabras.

La soledad y sus consecuentes causas y síntomas se entienden mejor en su puesta en escena, cuando se respira en las secuencias un pictorialismo naturalista que parece querer introducir a los personajes de Hopper en los paisajes de David Friedrich. El trauma no se entiende pero se presiente; se intuye. Hay una angustia articulada a través de la espera y dinamitada, tal y como teorizaba Kierkegaard, desde el remordimiento (a priori injustificado) por un pecado originario. Y es que “Lamb” adopta una naturaleza fabulesca, donde la iconografía mitológica y pseudo-católica (el Génesis y el castigo por la ambición humana rebotan en las paredes de estos fotogramas y se funden) funcionan hasta que de su simbiosis despierta en la obra la necesidad de enfrentarse a lo kafkiano.

La primera película de Jóhannsson se desplaza a la perfección sobre lo puramente audiovisual. Al fin y al cabo poco se le puede recriminar a la banda sonora de Tóti Guðnason, que empatiza con las imágenes que coreografía (¿se puede bailar sin moverse?) en cuanto que sus temas no encuentran respuestas sino que señalan preguntas, no quieren reivindicar figuras sino presencias vaporosas e indetectables que acechan la bucólica soledad. Pero el conjunto chirría cuando se hace latente la mala relación de “Lamb” con lo puramente literario.

La película parece ir buscando desesperadamente anclajes para una historia que necesitaba mucho menos o, simplemente, necesitaba creer más en sí misma. El minimalismo visual se traiciona a favor de una narrativa que no rellena huecos (no le pido a la película que sea más explicativa en absoluto, pero sí que confíe más en las ambigüedades y enigmas que plantea, que no se olvide de ellas) sino que se apila sobre todo lo que ha ido presentando, lapidándolo, cayendo en contradicciones o simplemente rezumando indiferencia por cualquier palabra que se haya conjugado en pasado.

La trama de “Lamb” es todo aquello que se tuvo que poner entre una introducción y un desenlace mínimamente lúcidos. Se añaden a la receta subtramas que crean disonancias evidentes con la intención inicial del conjunto, que dan un puñetazo a la cámara para mover el encuadre de aquello por lo que vinimos a una especie de drama familiar (la figura del hermano me descoloca estrepitosamente) a medio camino entre Bergman y Lanthimos que, además de generar una extraña narrativa antológica y fragmentada, nos hace pensar que la historia de este bebè cordero necesitaba ser alargada.

“Un corto hecho largo”, se escuchó reiteradamente tras su proyección. No voy a reafirmar esto, ya que creo que esconde cierto cuñadismo. Pero sí es cierto que creo que Jóhannsson pierde la oportunidad de retratar los conflictos que lo inexplicable e inesperado causa en un colectivo –algo puramente pandémico– decidiendo centrar toda su potencia dramática en problemáticas nada relacionadas con el contenido fantástico per se. Al fin y al cabo la tesis de “Lamb” y de “Eraserhead” (1977) son la misma, por mucho que se construyan desde antítesis visuales (naturalismo inabarcable contra futurismo nihilista). Pero me cuesta entender por qué a la cinta ganadora del pasado festival de Sitges le asustan tanto sus propias preguntas (mientras que Lynch las fetichiza al extremo). ¿Por qué le cuesta tanto mirar a su cordero a la cara? ¿Por qué le dan tanto miedo nuestras reacciones más viscerales? ¿Por qué se oculta al individuo tras una cortina de estilización? Efectivamente, el “terror” está en proceso de reencontrarse. Y qué bien.

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