“Joyland”, del debutante Saim Sadiq, se ha convertido en uno de los filmes más importantes de la cinematografía pakistaní en toda su historia. Es la primera cinta del país en haber sido seleccionada para el Festival de Cannes –donde recibió el Premio del Jurado de la sección Una cierta mirada– y la única en haber estado entre las quince películas preseleccionadas para el Oscar. Pese a estos hitos internacionales, “Joyland” no se escapó de la polémica local. Los sectores conservadores consiguieron su prohibición, aunque esta duró pocos días.
No es de extrañar que la cinta levantara ampollas en las carnes de los reaccionarios. Esa joyland, esa tierra de la alegría que nos anuncia el título y que coincide con el nombre de un parque de atracciones real pakistaní que aparece en la película, queda descubierta como todo lo contrario, un país en el que las tradiciones reprimen la libertad individual, la expresión de sus emociones. Todo el film está enmarcado formalmente en una pantalla cuadrada que transmite ese ahogamiento compartido por la familia protagonista.
Bella estéticamente, “Joyland” se aleja de los principios neorrealistas para capturar la esencia de la historia que narra, bien prendida, sin embargo, en la realidad. Sadiq no se refugia en la austeridad, ni en el tremendismo. Busca imágenes atractivas a la vez que poéticas, simbólicas. Así, y aunque por motivos históricos le correspondería la referencia del cine indio –ya sea el artificio bollywoodiense o el modelo europeizado de Satyajit Ray–, Sadiq parece fijarse más en el estilo de su vecino iraní Mohsen Makhmalbaf, sin caer en la autocomplacencia en la que a veces incurre este.
Así, mantiene, a través de la creación de sentido, el equilibrio entre la belleza formal y el contraste de lo que cuenta. Así, el film se inicia con un juego infantil inofensivo y sin embargo definitorio: el protagonista –un espléndido Ali Junejo–, cubierto con una sábana, como si fuera un fantasma que oculta su identidad.
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