La decepcionante “Asteroid City” nos obligó a perder drástica e irremediablemente la pasión y el interés en el imaginario de Wes Anderson, convicto por cargante en sus últimas intentonas y estirado hasta la mueca menos impresionable. Acudíamos pues, deudores de la fase menos inspirada del director y con la resaca todavía latente de un mayúsculo derroche de recursos que quedaron en aguas de borraja, al encuentro entre éste y Netflix para su particular debut en las plataformas de streaming con un diagnóstico previo poco esperanzador. Cuál es nuestra sorpresa, contra todo pronóstico, cuando encontramos en este singular proyecto que homenajea al universo de Roald Dahl no solo la posibilidad real de renovar nuestros votos por el cineasta, sino también la oportunidad de disfrutar de un formato que le encaja como anillo al dedo y uno de los trabajos más entrañables y destacables de su trayectoria reciente.
La jugada viene dada en cuatro actos, titulados “La maravillosa historia de Henry Sugar”, “El cisne”, “Veneno” y “El desratizador” (siendo el primero de ellos el más extenso, con casi cuarenta minutos de metraje, y el resto apenas superando los quince minutos de duración), extraídos todos ellos de la colección de cuentos cortos “Historias Extraordinarias”, publicada en 1977. Un cruce de caminos, los de Anderson y Dahl, que por múltiples razones (véase la compartida habilidad de ambos por trabajar la fantasía, su surrealismo onírico y su tendencia a presentar la realidad través de un prisma naíf) no nos pilla con el pie cambiado y nos encaja bastante bien. Si a esta personal re-escritura de las letras de uno de los mayores emblemas de la literatura infantil y juvenil le sumamos la inconfundible idiosincrasia de un director tan suyo como Anderson, el montante final le resultará de lo más atractivo e interesante a aquellos que en especial disfruten de una narrativa tan compleja como evocadora.
A pesar de estar supeditado a un guión ajeno, Anderson no tarda en llevarse a su terreno la magia y el encanto costumbrista de Dahl, haciéndonos partícipes de todos esos pormenores, matices, tonos y dimensiones tan inconfundibles de su cine. Acontecemos, primero de todo, a un encuentro de all-stars de la interpretación, quienes a modo de compañía teatral, se harán cargo de todos los papeles ejercidos en estos cuatro cortometrajes, con destacadas altas dentro del selecto club de actores bendecidos con el sello de Anderson (Dev Pattel, Richard Ayoade, Benedict Cumberbatch o Ben Kingsley) y apreciados reencuentros de recurrente participación en el mismo (Rupert Friend, Benoît Herlin o Ralph Fiennes, quien abandona su eterno rol de villano innombrable para meterse en la piel de otro peso pesado de la literatura británica). A gusto del consumidor, decidimos adentrarnos primeramente por el más extenso de ellos, “La maravillosa historia de Henry Sugar”: una matrioska de relatos con el eje central puesto en un millonario excéntrico, quien a través del descubrimiento de técnicas próximas al mentalismo buscará aumentar su riqueza hasta terminar persiguiendo la redención y la moraleja facilona. Ah, y si abren bien los ojos incluso se divertirán tratando de localizar a un polifacético Jarvis Cocker de cameo múltiple. Más parcos en metraje y en recursos, pero no en belleza visual, se suceden los demás asaltos: una suerte de thriller de humor para “Veneno”, donde la preventiva picadura de una serpiente nos sirve para reflexionar sobre la naturaleza del miedo y desencadenar tras de sí una serie de descacharrantes acontecimientos; “El desratizador”, con tres protagonistas haciendo lo que pueden para detener fútilmente una plaga de roedores entre barnices de terror kafkiano; y “El cisne”, particularmente nuestro favorito por su maravillosa manera de abordar la crueldad infantil más mórbida y por su capacidad para construir imágenes en nuestra cabeza con apenas un simple narrador al frente de una escena semi-estática.
El orden de los factores no altera el producto y podemos acercarnos a estos cuatro cortos como buenamente nos plazca. Autoconclusivos e independientes entre sí, todos ellos juegan en formato express y sin caer en el imperdonable turrismo, haciendo acopio a su vez de esos lugares comunes del cine de Anderson que siempre son de agradecer aunque la historia en sí no nos convenza del todo (los tonos color pastel analógico, los decorados rotativos, las animaciones en stop-motion, o esas peroratas sin cuarta pared directamente dirigidas al espectador). Sin desestimar nuestro interés por volver a disfrutar algún día de un largometraje de Anderson que no aburra hasta a las ovejas, quizás le sería interesante reconsiderar el formato píldora (breve e indolora) como posible solución a su reciente y descafeinado efecto en salas.
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