La familia
Libros / Sara Mesa

La familia

8 / 10
David Pérez — 28-01-2023
Empresa — Anagrama

El joven Aquilino, el hijo menor (el más inquieto y listo) de la familia protagonista de la última novela de Sara Mesa, “La familia” (22), tras la explicación en clase de su profesora sobre “el poder de la unión social”, utilizando el conocido relato de “las ramitas atadas”: Una sola rama se rompe con facilidad, pero si juntamos muchas ramitas y las atamos con un cordel, nadie ni nada podrá romperlas jamás. Narración que, como dice una de sus compañeras de clase, se usa también para hablar de “la importancia de la familia”. Aquilino levanta la mano y pregunta a la profesora que, si las ramitas son personas: “Las ramitas que se quedan apretujadas en medio del manojo, ¿no se asfixian?”.

En ese asfixiante mar donde la identidad puede reflotar muerta boca abajo, nos adentramos cuando cruzamos la puerta de esta historia coral y fragmentada. El hogar de Rosa, Damián y Aquilino, al que se suma Martina como cuarta hermana (adoptada a los ocho años), junto a sus padres, el aparentemente bonachón, autoritario y obsesivo Damián, y Laura, la madre cansada y frustrada. Puerta que se cierra de un portazo seco, nada más cruces el umbral, una casa que, como la de la portada del libro, “no tiene ventanas” y, alimentándose de la realidad y disciplina que se imparte en su interior, navega como una prisión de dos remos que maneja solo y torpemente el padre, hacia un vacío y malsana educación sentimental que dejará heridas incicatrizables a todos sus habitantes.

Una familia aislada y a la deriva, rodeados de ladrillos de mentiras y miedos escrupulosamente colocados e inculcados, con la ejemplificante “alma grande” de Gandhi como falso cemento y medida moral, espejo roto del histórico abuso enmascarado del páter familias; paredes y techos donde, aunque estés acompañado, reina una enfermiza atmósfera de desasosegante soledad a la que no se puede escapar. Un mal querer no elegido que puede dejar huella (y romper por dentro) para siempre. El “nido de perversiones” que decía Beauvoir, enraizados y aceptados tabúes que se extienden y asimilan en silencio, como un tumor escondido bajo la almohada que, entre sueño y sueño, susurra pesadillas y desencantos. Esa es la amenazante y angustiosa sombra a la que nos enfrentamos en esta última novela de Sara Mesa que, desde la absoluta cotidianeidad compartida, vuelve a hurgar con delicada aspereza en las entrañas de la condición humana; pasando el foco por los abusos de poder, pero sin moralinas y asideros complacientes, desde lo pantanoso y turbio, desde el choque frontal del bien y el mal, huyendo de todo didactismo, conclusión tranquilizadora o moralejas masticadas. Solo nos muestra las vivencias narradas por sus propios personajes, sus relaciones, debilidades y vínculos emocionales, atrapados todos y todas en una insoportable degradación lenta e interminable que remueve por dentro. Incertidumbre, opresión y, entre tanto y tanto, pequeñas grietas y posibilidades de escape, un fino hilo de luz por el que se adivina el camino a la ansiada libertad.

Todo con una espléndida, fría e hiriente gramaticalidad, una escritura magnética, oscura y psicológicamente afilada, como el reflejo de unos ojos que te escrutan desde la hoja de un cuchillo. Sembrando minas, nudos en la garganta y cepos oxidados que, sin línea cronológica y con salto temporales adelante y atrás, de la infancia a la edad adulta, terminan por devorar ese fallido y malentendido concepto de “familia” como “proyecto” personal; edificación con cimientos podridos y frustrados de esos mayores que no supieron/pudieron vivir sus vidas y, a toda costa, quieren vivir la de los demás.

Con “La familia” Sara Mesa vuelve a firmar una obra mayor. Sin lugar a dudas, estamos ante una de las escritoras españolas de ficción más inquietantes y vibrantes de la última década. Si “Cicatriz” (15) te dejó marca como a mí, sí aún te cuesta respirar recordando algunos pasajes de “Un amor” (20), no te lo pienses dos veces y llama a la puerta de esta casa. Prepárate para un inolvidable retrato doméstico de una familia en apariencia normal (como todas) y que, como aquella magistral, triste y cautivadora “Nada” de Carmen Laforet, te dejará grabado a fuego el olor de una casa que, con el tiempo, creerás haber visitado, en carne y hueso, alguna vez.

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