La historia de las grandes ciudades es también el relato de sus sonidos. Articulando su narrativa al margen de la tradicional dualidad Londres-Liverpool, desde hace cuatro décadas interferida por la saga de Manchester, hay conurbaciones británicas que –como Sheffield– también han enhebrado su particular forma de filtrar la realidad. A principios de los años ochenta fue crisol de parte del mejor pop electrónico que se facturaba en las islas, tanto desde una perspectiva lúdica y cercana al mainstream como desde otra algo más industrial (The Human League, Heaven 17, ABC o Cabaret Voltaire), pero de unos años a esta parte son empeños más individuales, menos subsumibles en una escena concreta, los que sacan a relucir el nombre de una ciudad que, marcada por su impronta laboriosa y norteña, cobró una visibilidad inédita a raíz de la película “Full Monty” (Peter Cattaneo,1997). Jarvis Cocker, Richard Hawley y Alex Turner son, cada uno a su manera, quienes más han hecho en las últimas décadas por poner a Sheffield en el mapa mediático desde un ámbito pop. Y a la trayectoria de los dos primeros dedica el alicantino Juan José Vicedo su cuarto libro.
Sabemos la historia: sus caminos se cruzan en la segunda mitad de los noventa, cuando el exguitarrista de The Longpigs pasa a formar parte de la banda de directo de Cocker, y toma impulso para edificar una carrera que brilla cuando la del primero languidece. Y si hay algo que condiciona (y de qué manera) su escritura, es su procedencia. Sheffield, sus calles, sus puentes, sus parques y sus garitos, están presentes en las canciones de uno y de otro, pero su forma de modular esa sombra fue distinta: Cocker, hambriento de éxito durante más de una década, tuvo que marcharse a Londres para tomar distancia y extraer su mejor veta voyeurística –la que se plasmó en discos como “His And Hers”, “Different Class” o “This Is Hardcore”– con su vieja ciudad como telón de fondo; Hawley, por el contrario, era alguien que siempre había huído de los focos y nunca pensó en mudarse. El origen obrero de ambos, el hecho de que la popularidad no les haya cambiado en exceso (más allá de algunas inherentes contradicciones) y su apego a una trama urbana que confiere carácter a sus canciones, quedan muy bien plasmados en las más de doscientas páginas de “Calles que fueron nuestras”, ratificando la minuciosidad y sensibilidad con la que su autor disecciona discos y canciones, y luego los enmarca en su contexto.
Eso sí, quienes conocemos a Vicedo, y sabemos del estrecho vínculo emocional que le une a la ciudad británica por motivos personales (aunque, aclaro, nunca la hayamos visitado), quizá hemos echado en falta un cierto punto de atrevimiento. Que se hubiera lanzado a la piscina de fundir realidad y ficción con determinación (más allá de esas breves interpelaciones imaginarias que propina a ambos músicos, sobre todo a Cocker), o que se hubiera dejado más jirones de su propia e intransferible experiencia en el empeño, trascendiendo el exhaustivo ánimo notarial que transcurre –como en algunos de sus anteriores libros– al son que marca la cronología de los discos, las giras y las canciones. Quizá eso le hubiera dado una dimensión distinta a un libro que, en cualquier caso, supone una estupenda puerta de entrada a dos repertorios que difícilmente se explican sin los adoquines, los tugurios y las colinas de los que –orgullosamente– proceden.
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