White Lines
Cine - Series / Álex Pina

White Lines

4 / 10
Luis M. Maínez — 28-05-2020
Empresa — Vancouver Media / Left Bank Pictures para Netflix

Imagino que he debido perderme algo maravilloso de “White Lines”, la nueva serie de Álex Pina, el creador de “La Casa de Papel”, y los productores de “The Crown” para Netflix. Sórdida y demencial sin ser para nada brillante. Un pastiche que tarda seis horas en saber qué quiere ser: un “quién lo hizo” que, llegado el momento de la verdad, resulta irrelevante. Pecado capital para una serie de intriga. No es el único.

(Alerta spoiler: Para hablar de “White Lines” tenemos que contar algunas escenas de la trama, porque si no es imposible entender por qué deja la impresión que deja)

White Lines” es el inicio de muchas cosas –demasiadas– tratadas sin profundidad. La búsqueda del asesino del joven Axel Collins por su hermana Zoey, un retrato de la perversión humana y de la perversión en Ibiza, una reprimenda a quienes se quedan a vivir en sus años gloriosos de juventud, un thriller, una reflexión sobre la fama… Pero, después de todo eso, es una mala serie.

Hay un exceso de piezas en una partida de ajedrez jugada por dos principiantes. Y Álex Pina no es un principiante. Así que quiero creer que hay algo que se me está escapando. La cantidad desmesurada de personajes, un intento de crear una especie de relato poliédrico, una saga familiar que sea a su vez una obra magna sobre la naturaleza humana al modo de “El ruido y la furia” o “Cien años de soledad”, termina por ofrecernos una serie fallida. Una en la que la gran mayoría de estos personajes (quizá con la excepción de Boxer, Arnau Calafat y Kika) terminan pareciendo construcciones sobre la marcha: se van añadiendo nuevos detalles sobre los protagonistas cuando conviene. No los podemos llamar deus ex machina porque no llegan siquiera a serlo. Lo peor de “La Casa de Papel” (una serie infinitamente superior) son sus giros argumentales sacados de la chistera. Pero mientras en la anterior creación de Álex Pina acabas creyéndote –más o menos a pies juntillas– que el Profesor haya planeado todos y cada uno de los pasos de la policía (en definitiva, acabas creyéndote al Profesor), aquí la información que se añade lo hace sobre la nada. Construye la casa ya no por el tejado, sino por el jarrón chino de porcelana que hay en el salón. Un despropósito.

Un ejemplo. Axel Collins es un joven DJ británico de Manchester que monta raves clandestinas en la fría y gris ciudad industrial inglesa que se escapa a Ibiza con sus amigos tras haber ido a juicio tras una de sus fiestas. Primero descubrimos que Axel es un apasionado de la música electrónica, luego que es su padre el que le echa de casa, más tarde que es una especie de joven prodigio de la música electrónica, más tarde que es un lunático que se hace (esto es literal, no es mi culpa) adicto a las emociones fuertes, tales como arrancarse un diente o participar en peleas callejeras para que David –uno de sus amigos del que presenciamos el mismo descubrimiento paulatino y ad-hoc de sus diferentes facetas– haga fotos porque las considera una forma suprema de arte, luego una persona que se tatúa el nombre de su novia ibicenca, luego un depravado sin escrúpulos, y, allá por el capítulo siete, descubrimos, para mayor autocomplaciencia de la trama, que Axel era un semidiós del house en Ibiza, un anticipo de David Guetta capaz de organizar fiestas demenciales, con una corte de fans, cinco clubes y canciones por valor de millones de pesetas. “White Lines” es una huida hacia delante construida sobre cimientos colocados a toda prisa y sin orden, concierto o justificación.

Algo parecido pasa con Zoe, la protagonista. La hermana de Axel que decide quedarse en Ibiza tras identificar su cadáver. A investigar y a demoler su vida anterior, que parece que no le gustaba, o sí, o no… Como cada medio capítulo cambia de parecer al respecto, no podemos saber qué pasa exactamente con Zoe salvo que es el clásico personaje insoportable que, nadie sabe por qué, convence a todo el mundo para unirse a sus disparatadas idas de olla. Todo justificado (o no, o sí) con que ha tenido problemas mentales en el pasado. No sabemos si está loca o se lo hace. Lo que si sabemos es que su aparición en la isla pone en jaque todo el sistema de relaciones establecido a lo largo de veinte años sin que ella haga nada convincente. Si roba un cargamento de cocaína nadie se enfada especialmente con ella, si decide quedarse sola en la isla a investigar la muerte de su hermano pero acaba yéndose de fiesta, consumiendo éxtasis y teniendo un romance que, nuevamente, sirve para hacer avanzar la trama en un momento determinado y que luego se pierde como lágrimas en la lluvia, cuando ella era una aburrida bibliotecaria, esposa de un enfermero que la cuidó cuando tiene el brote psicótico y madre de una hija de catorce años a la que llama a las cuatro de la mañana después de una fiesta con collares fluorescentes en la que vuelve a consumir éxtasis apenas unas horas antes de un juicio que puede llevarla a la cárcel varios años, no pasa absolutamente nada. Es una especie de intocable sobre la que orbitan el resto de personajes sin ninguna justificación sobre por qué tiene esa fuerza de gravedad. Así con todo.

Seguimos para bingo. En una serie como “White Lines” en la que la música tiene un peso importante, ya que Axel Collins era el Mozart de la música electrónica y que Ibiza es una isla-universo en el que todo se mueve a ritmo de canción, encontramos varias referencias a las fiestas desmadradas que el Covid-19 ha dejado en suspensión este verano de 2020 y que tanto echamos de menos. También una selección musical que, por contenido, es interesante (grandes temas de música house y tecno, pasando por The Verve, o la joven cantante española DEVA) pero que, como casi todo en la serie, acaba siendo demasiado excesivo y demasiado breve. En cada capítulo suenan más de media docena de temas durante unos segundos, imagino que para reflejar la sobreexposición musical de la isla balear, pero que no aportan nada especial a las escenas en la mayoría de los casos. Aunque si de música se trata, nada como la escena en la que Oriol Calafat, hijo de una de las dos familias rivales que controlan el ocio nocturno en Ibiza y una de las mayores fuentes de estupefacción que deja “White Lines”, tortura, junto a un trío de sicarios vestidos de operarios de mantenimiento de una empresa de baños portátiles, al hijo de la familia rival, que se gana la vida como DJ mediocre (o no, o sí, depende de la escena), crucificándole a un muro de altavoces en mitad de un descampado. La visión de Juan Diego Botto, que interpreta a Oriol, subiendo el volumen en una mesa de mezclas hasta que al pobre Cristóbal le estallan los tímpanos empastillado sería dramática de no ser porque al capítulo y medio ya lleva puesto un implante coclear de última generación con el que pincha aún mejor que cuando escuchaba perfectamente.

El padre de Zoe, un policía inglés que oscila entre la ternura y la repulsión, Anna y Marcus, expareja y amigos íntimos de Axel Collins, Kika, la exnovia de Axel o Boxer, el jefe de seguridad (a veces llamado portero de discoteca) de la familia Calafat son otros de los personajes que aparecen en “White Lines” con mayor o menor fortuna.

La serie acaba cogiendo carrerilla en los últimos tres capítulos, parece que se aclara un poco y empieza a resolver incógnitas planteadas previamente pero también planteadas sobre la marcha. A nivel visual tiene cosas interesantes, o por lo menos atractivas. La indefinición de la serie hace que no sepamos muy bien si el caos con el que juega Álex Pina es el reflejo del caos que habita en Ibiza, lo mismo pasa con la sordidez y crudeza del desenlace. No sé si habrá segunda temporada, todo apunta a que han dejado la puerta abierta por si acaso.

Solo espero que se me esté escapando algo, me niego a pensar que el “White Lines” que he visto es lo que está representando a la ficción española a lo largo y ancho del mundo. Vamos a pensar que no todo es tan malo y que la serie habrá enganchado al público (mientras escribo esto es la serie más vista de Netflix España) por la complejidad de la madeja argumental que tiene y por su densidad narrativa (son diez horas pero parecen veinte), y que le brindará la oportunidad a Álex Pina de explicar mejor este desaguisado del que, de momento, es complicado extraer ninguna conclusión.

 

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