Polizón
Cine - Series / Joe Penna

Polizón

7 / 10
Daniel Grandes — 29-04-2021
Empresa — Netflix
Fotografía — Archivo

Uno de mis fetiches humorísticos predilectos son toda esa vertiente de memes que utiliza como base para la construcción su redoble cómico el mítico dilema ético del tranvía de Philippa Foot (sí, he tenido que buscar quién fue la primera en formularlo). Ya sabéis, ese experimento mental hipotético en el que un hipotético desgraciado individuo debe decidir si debería sacrificar la vida de una hipotética persona para salvar otras cinco hipotéticas vidas decidiendo si un hipotético tranvía pasa por una vía u otra. ¿Vale más una vida que otra? ¿Se puede cuantificar algo tan inconcebible como la existencia o negociar entorno a algo tan inamovible como la muerte? Creo que es justamente por lo esencialmente abstracta que resulta esta situación (y por consiguiente improbable, por suerte) que nos supone tan estimulante plantearla en la ficción (sea esta una novela, una película o un meme en una cuenta de Instagram), ese gratificante limbo entre la punzante realidad y el resguardado simulacro.

“Polizón”, lo nuevo de Joe Penna (“Arctic”) para Netflix, no deja de ser una chapa y pintura al ejercicio moral de Foot sustituyendo el contexto ferroviario por una sofocante atmósfera sci-fi al más puro estilo “Gravity”. El largometraje busca poner contra las cuerdas al perfeccionismo minucioso de lo numérico, que parece quedar obsoleto cuando entra en contacto con el dilema humanista, donde ni la más compleja ecuación podría resolver por medio de lo empírico aquello impulsado por el dionisíaco pathos. Subliminalmente, esta odisea espacial diagnosticada de agorafobia se torna en una pequeña oda a la magia de la intrusión de lo humano en lo técnico, a ese conflicto causado por la (des)afortunada presencia de nuestra imperfección nata en la meticulosa perfección de lo que nos rodea (¿no es acaso eso el cine?). “Polizón” es como el jazz, una construcción artística sostenida sobre la reivindicación de lo impredecible.

La película maneja de forma notablemente atractiva los equilibrios de ritmos y escalas, los contrastes entre las ratoneras de metal (¿las naves están hechas de metal?) y los oscuros lienzos infinitos que las rodean. Son interesantísimos esos planos secuencia que dibujan, como si de una prolongada pinzelada se tratara, las distancias de lo reducido y los márgenes de lo inmenso. Al igual que son bastante seductores esos grandes generales en gravedad cero propios del peplum que abrazan la simetría mostrando ese omnipresente en la ciencia ficción contemporánea complejo de “2001: Odisea en el espacio”, tan entendible como aplaudible.

Pero sobre todo son de agradecer sus decisiones en cuanto al tono, construyendo un relato que parece priorizar la desesperación a la rabia, la desazón a la violencia y el grupo al individuo, huyendo de la fórmula mucho más lasciva y agresiva que orquestaban cineastas como Natali en sus claustrofóbicos experimentos morales como “Cube”. Porque es cierto que esta falta de visceralidad y rabia puede empujar a la cinta al terreno de lo naif, sobre todo porque tampoco parece interesada en alcanzar el nivel de reposada trascendencia, casi ensayística, que rebosaba “Ad Astra” de Gray. Y es innegable que se roza el cliché en algunos deus ex machina algo difíciles de perdonar, no nos engañemos.

Pero creo que debemos alabar el atrevimiento por parte de Penna, decidiendo bajar un par de marchas a esta superproducción cósmica que prefiere ser un drama antes que una película de acción. ¿Que quizás hubiera molado algo más de “El príncipe de las tinieblas” de Carpenter en este grupo de inocentes que ven en esta expedición la oportunidad de sus vidas? Pues sí. Pero no está para nada mal este humanista cuento en gravedad cero que funciona por lo mismo que funcionan esos memes filosóficos que reivindicaba al principio del texto: porque lo importante no es cuál es la respuesta al existencialista acertijo, sino cómo de bien luzcan esos raíles.

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