Minari
Cine - Series / Lee Isaac Chung

Minari

8 / 10
Jordi Picatoste Verdejo — 13-03-2021
Empresa — Plan B Entertainment

En una de esas conexiones inesperadas que hacemos cuando vemos películas o nos enfrentamos a cualquier otra forma artística, al ver “Minari”, ganadora del Festival de Sundance del año pasado, pienso en “Corrandes de la parella estable”, la canción de Manel en que se relatan los esfuerzos cotidianos de una pareja por salir adelante a lo largo de los años a pesar de las diferencias entre quienes la componen. No es muy probable que Lee Isaac Chung conozca al grupo barcelonés ni que entienda el catalán, pero hay en la cinta autobiográfica de este cineasta americano de origen coreano una apelación a los esfuerzos cotidianos de la gente corriente que es universal y se manifiesta en humanos de todos los continentes y razas. Seguramente no pensaba Chung en el nombre de Manel sino tal vez en Yasujiro (Ozu) o con mayor probabilidad en Hirokazu (Kore-Eda), quienes, aunque japoneses y no coreanos, emergen como personalidades relevantes, sino maestros, de influjo permanente en el cine asiático.

De este modo, como en el cine de Kore-Eda, una familia formada por varias ramas del árbol genealógico se hace presente en “Minari” y lo hace con una variante propia y personal: la experiencia migratoria, el choque con otra cultura aparentemente opuesta. Isaac Chung vuelca así recuerdos de su infancia en la América de los años ochenta. En el filme, tras los primeros desajustes entre los recién llegados –en este caso de una migración interna, de California a Arkansas–, el núcleo familiar formado por un matrimonio joven y sus dos hijos se completa con la llegada de la abuela materna, que personifica la antítesis de la ortodoxia geriátrica: malhablada, es incapaz de cocinar para sus nietos, pero puede enseñarles a jugar a cartas. Sin embargo, este personaje trasciende lo anecdótico y sirve para confrontar al nieto con sus raíces, abandonadas en un lugar que ni conoció, y modificar su animosidad hacia sus orígenes.

Hay en “Minari”, como en la canción de Manel y en el cine de Ozu y Kore-Eda, ese apacible fluir de la vida a través de los detalles, sin obviar las dinámicas de ensayo-error que acaban fortaleciendo ni tampoco esos golpes imprevistos que cambian perspectivas y moldean personalidades. Y para eso da lo mismo el número de consonantes que tenga tu apellido o cómo sean tus hendiduras palpebrales. Así, la voluntad del cineasta es la identificación de autóctonos y foráneos. Ello se ejemplifica en Paul, el veterano de la guerra de Corea encarnado por Will Patton –cuyo estupendo trabajo, extrañamente, está pasando desaparecido en la temporada de premios–, un fanático religioso, cuyo desquiciamiento se nos muestra como el de un personaje de John Ford –el Moses Harper (Hank Worden) de “Centauros del desierto”–: entre el humor y la compasión por sus heridas. Funciona como declaración de principios de la película el admirable tratamiento que el guion hace de él, mostrando sus excentricidades con empatía sin llegar nunca a la caricatura. Paul se convierte en un aliado en la tentativa del pater familias en la plantación de un huerto, es decir, la consecución de un lugar propio (y de su familia) en un entorno ajeno. “Minari” es, pues, una obra que discurre entre sutilezas y simbolismos –título incluido–, en busca de la concordia con los demás (pero también con uno mismo).

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