Si algo no podemos arrebatarle a la versión televisiva de “Los sin nombre” es que, en comparación con su trasunta cinematográfica, la reciente producción firmada por Pau Freixas y Paul Portecans para Movistar+ amplía con creces y detalles el imaginario planteado por Jaume Balagueró en 1999. Casi seis horas de metraje, con respecto a la hora y pico de la película, son sin duda suficientes para recoger con algo más de fidelidad el testigo de la novela original de Ramsey Campbell y plantearnos una revisión más profunda del relato del autor británico.
Sin embargo, es precisamente la prolija duración de la serie (dividida en seis episodios de cerca de una hora cada uno) lo que nos responde a la duda de si había o no necesidad de darle una vuelta de tuerca a la cinta de aquel debutante Balagueró. Repite este aquí, en calidad de productor, pero por desgracia ahí terminan los paralelismos entre ambas propuestas. No es cosa mala que la serie haya querido crecer más allá del legado de la película y consiga, sobre-extensión mediante, desligarse de la sombra de la misma, explorando nuevas aristas en la historia y complementando la trama con personajes nuevos (con un punto de partida que no arranca hasta el final del primer episodio o con unas finísimas Milena Smit y Susi Sánchez sumando nuevos ángulos en calidad de secundarias). Lo que nos tuerce el morro es prácticamente todo lo demás.
El mal de la uniformidad en las series actuales, prestas a satisfacer el capricho de la plataforma de turno renunciando al riesgo narrativo, también golpea a esta nueva “Los sin nombre”, que escamotea en terror sórdido y subordina su guion a un thriller policíaco más común. Comparar está feo, pero dadas las circunstancias nos es imposible no recordar el pavor costumbrista de la cinta madre, cargada de recursos todavía deudores de la mejor añada del cine de género patrio, y que aquí ni están ni se les espera. Un ejemplo de tantos en nuestro audiovisual de que menos era más.
El desembolso parece considerable, con una fotografía más cuidada y una dirección de arte caudalosa que pretende tanto subrayar el renovado tono sobrenatural del argumento como disimular con florituras visuales los lapsus del mismo. Miren Ibargurren intenta a la desesperada confirmarnos su versatilidad interpretativa, y con más voluntad que acierto consigue que puntualmente nos olvidemos de su recordada vis cómica y la veamos como esa Claudia valiente y sacudida por las circunstancias que en su día nos dio Emma Vilarasau. Rodrigo de la Serna se pasa de frenada y riza el rizo de aquel policía atormentado y a la deriva, interpretado originalmente por Karra Errejalde. Pero por encima de todo, el verdadero tropezón que provoca el descarrile es el exceso de cuota de pantalla de determinados personajes que sobreexplotan sus vicisitudes individuales, dando la sensación de que la serie tiene más relleno del que necesita para contarnos una historia con tantas posibilidades.
Porque sí, a pesar de los pecados que Freixas y Portecans cometen, estos tienen en sus manos un guion original sólido que cuenta con los elementos ideales (crímenes, mundo secta, religión y fanatismo) para no patinar a la hora de generarnos intriga. Algo que, desde luego, no podremos negarles, aun siendo conocedores del desenlace del asunto, si en su día ya vimos o leímos el germen de esta nueva producción. Y es que a pesar de que no podamos evitar tener la sensación constante de que la serie podría habernos dado una solución más convincente, sus responsables consiguen que, con todo, ese “Mamá, soy yo, Ángela” al otro lado del teléfono siga poniéndonos los pelos de punta, incluso veinticinco años después.
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