No deja de ser paradójico que Stephen King, el rey del terror literario, dado a amputaciones, baños de sangre y horrores varios, haya originado esta reafirmación de la vida que es “La vida de Chuck” –basada en el relato homónimo incluido en su recopilación “La sangre manda”–, una suerte de “Qué bello es vivir” del siglo XXI cambiando venerables ángeles por discusiones cósmicas. En este sentido, el film conecta con otras obras del escritor (y sus respectivas adaptaciones cinematográficas) como “Cuenta conmigo” o “Cadena perpetua”, cantos a la amistad a partir de premisas más o menos escabrosas: el descubrimiento de un cadáver en una excursión de amigos adolescentes, en la primera, y la supervivencia en la cárcel por parte de un inocente condenado de por vida, en la segunda.
La adaptación que ha realizado Mike Flanagan –sospechoso habitual en el oficio de versionar a King tras películas como “Doctor Sueño” o “El juego de Gerald”– respeta la singularidad de la estructura literaria: dividida en tres partes, la narración se inicia por el tercer acto para acabar en el primero, la infancia del protagonista.
Por si fuera poco, cada uno de los tres fragmentos tiene una entidad tonal que lo diferencia de los otros dos, rasgo que ejemplifica uno de los mensajes del film –una vida [una película] comprende muchas otras–: el primero, coral, filosófico y de corte apocalíptico; el segundo, una espléndida y briosa miniatura de aires cotidianos en la que brilla Tom Hiddleston y el tercero, una historia de fantasmas.
Sin embargo, y pese a las buenas intenciones, este desorden narrativo, muy común en el cine desde hace décadas –¿hay que culpar a Tarantino?–, se revela contraproducente en su desequilibrio: una densa y aburrida primera parte, que cierra demasiado pronto el misterio de la película, da paso a un glorioso cuarto de hora musical para concluir en una irregular tercera parte con algunos momentos emotivos e incluso, y no por casualidad, una referencia a un momento icónico de 2001.

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