Una gran confesión, resacas emocionales varias y el retrato de un barrio y de una generación de músicos fecundos. Un ensayo sobre la enfermedad del éxito, y la enfermedad ordinaria (la de sus cuerdas vocales). Leiva abre puertas muy recónditas en “Hasta que me quede sin voz”, un documental que merece la pena, te gusten o no los sombreros de ala ancha. El dibujo del entorno de un músico que gasta normalidad, hasta que se encienden los focos. Un ambiente sanote, muy masculino, de risas entre colegas, guitarras viejas, alcohol y aprendizajes.
El redondel de Leiva —el barrio, los de siempre, los que llegan, y vuelta a empezar— sostiene un metraje que habla profusamente de la intimidad del cantante, un mundo que ya sabíamos gracias a sus canciones, pero que ahora se ensancha gracias al trabajo monumental de Lucas Nolla y Mario Forniés a la dirección. Ni con todo el pase VIP del mundo hubiesen llegado hasta ahí sin ser de su confianza. Él también se deja purgar; de otro modo, el resultado sería complaciente, un producto para fans, un masaje sin alma.
La cinta está narrada por el propio Leiva. Su voz es el hilo. Una voz que tiembla, literalmente se agota, y que sirve como brújula y como herida. Lo que la cinta cuenta es el desgaste físico y mental de una vida dedicada a cantar, pero también al propio proceso de asumirse exitoso. Podría ser un videoclip autobiográfico, pero se convierte en algo más rico. La cámara no embellece: observa. Mezcla el Super 8, los planos analógicos y las tomas aberrantes para retratar un viaje interior que, por momentos, parece un western pop. ¡Ay, las giras!
Hay algo conmovedor en esa honestidad brutal que atraviesa toda la película. Leiva se expone, pero no se victimiza. La amistad funciona como escudo y espejo. El documental se sostiene en la multiplicidad de narrativas: los amigos, Rubén Pozo, Joaquín Sabina, la estirpe rockera. Leiva es una cremallera entre personas, entre generaciones —entre los tiempos de Buenas Noches Rose, Pereza y su presente solista— y el montaje aprovecha, además, su figura para homenajear Alameda de Osuna: niños de clase media conscientes del privilegio, haciendo música, cine y vida desde el mismo punto de partida.
No hay impostura, ni siquiera cuando la estética amenaza con tragárselo todo —porque Leiva vive en una portada de revista incluso cuando visita a sus padres—. “Hasta que me quede sin voz” es la primera persona de un artista que entiende la canción como modo de vida y de condena. Todo a la vez. Y la película es reflejo de ello, pues uno sale del cine con la sensación de haber compartido un trago largo con un amigo.

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