Monos
Cine - Series / Alejandro Landres

Monos

8 / 10
Rubén Romero Santos — 21-02-2020

“El señor de las moscas” de William Golding, fábula antibelicista surgida del trauma de la Segunda Guerra Mundial, se traslada a otras latitudes en una cinta colombiana que fue incomprensiblemente ignorada –o quizás no tanto– en la última edición de los Premios Goya. La influencia es más que obvia, habida cuenta de la totémica presencia de una cabeza de cerdo empalada y rodeada de insectos en uno de los momentos del filme.

La salvaje muchachada protagonista de esta fábula moral deja una isla del Pacífico y se instala en el altiplano. Deliberadamente descontextualizada, aunque con claras referencias a los guerrilleros de la FARC, el filme dirigido por el brasileño Alejandro Landres se basa en una alucinante y alucinada fotografía para plasmar la brutalidad que alberga el alma juvenil. Los monos del título son unos adolescentes a los que se les ha ordenado la custodia de una secuestrada. Son primates, son primarios, tanto en su intelectualidad como en sus movimientos. Sin apenas vello, sin educación emocional, pasan los días como si estuvieran en un campamento de verano, bebiendo, fumando y apareándose, aunque estén armados hasta los dientes.

Pero los chavales, ya se sabe, son de naturaleza inestable: pronto se producirá el choque con la autoridad, representada por un magnético acondroplásico (un enano de toda la vida, vamos), que no te lo firma ni David Lynch, el rey de los acondroplásicos. Se inicia así un sensorial descenso hacia el infierno de la violencia, en una carrera en la que el hombre siempre será un lobo para el hombre. Educados en la brutalidad, a ella consagrarán la nueva sociedad que crearán los jóvenes al margen de la organización que los ha reclutado.

La naturaleza, en forma de niebla, árboles y ríos, se funde con estos aprendices de seres humanos, con homenajes obvios a los relatos amazónicos de Werner Herzog (“Aguirre, la cólera de dios” y “Fitzcarraldo”). Obviamente, el peso y el tamaño de las cámaras actuales no es el mismo del de la época de ese glorioso loco llamado Klaus Kinski, pero aun así, rodar en medio de semejantes escenarios ha debido suponer todo un reto logístico. Que el acto final lo desencadene el personaje cuya identidad sexual y emocional se niega a plegarse a los deseos de la masa, deja una bonita lección moral acerca de la importancia de educar a los jóvenes en los valores del respeto y la tolerancia como medida para evitar el extremismo.

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