"Me siento enormemente vivo"
Entrevistas / Jorge Drexler

"Me siento enormemente vivo"

Enrique Peñas — 24-05-2022
Fotografía — Archivo

El éxodo, el conflicto de Ucrania, Elvis Costello, Rubén Blades o los mecanismos de seducción del autoritarismo aparecen en algún momento de la generosa conversación con Jorge Drexler, pero centrémonos por un rato en la música de “Tinta y tiempo”, el disco más joven y expresionista de un autor que ya lleva tres décadas en esto.

Todo en la vida tiene su principio, aunque no siempre hay que remontarse tan atrás como lo hace Jorge Drexler en la frase que abre su décimocuarto álbum de estudio: “Corría la era del mesoproterozoico…”. Se despliega así “El plan maestro”, de forma teatral, con arreglos casi selváticos y el amor ocupando el centro. “El disco se estaba cayendo, porque pasé por una cierta crisis anímica. Estábamos todos languidecientes. No es que llegásemos a estar realmente deprimidos, porque la pandemia también nos puso en nuestras casas, con nuestras familias, incluso nos enseñó a estar solos, cosas que están bien, pero teníamos una especie de melancolía de base, de tristeza mezclada con miedo, y ahí es cuando tuve una falta de confianza en el material que había ido escribiendo. El arreglo de orquesta me permitió encontrar esa parte más colorida de la canción, que parece una jungla llena de sonidos. Es una historia de la diversidad biológica, porque durante 2.600 millones de años la Tierra hace un trabajo muy grande para producir vida, pero es sumamente homogénea. En el momento en que dos células se juntan y forman un individuo distinto a partir de la combinación genética, entonces podría decirse de alguna manera que es el nacimiento del amor. La biología estalla en unos pocos millones de años, que es un abrir y cerrar de ojos en tiempo geológico. Es una declaración narrativa y también una declaración de principios estéticos; un pastiche con una parte de musical, otra medio Motown y una tercera de folklore latinoamericano”.

En ese contexto de incertidumbre, el músico uruguayo recordaba cómo las canciones estaban pendientes de un último golpe de horno, que solo pudo llegar al ser compartidas, una vez que volvieron los asados de los domingos, los encuentros para hacer un arroz con los amigos y las largas sobremesas, “cuando a veces muestras lo que tienes y terminas de ver que ese estribillo no termina de funcionar, que esa parte es mejor repetirla dos veces o que hay que recortar por allá.  Uno tiende a pensar que tocar en vivo requiere del otro, mientras que en la composición tienes que estar solo; pues no: también es importante sentirte solo en el escenario y sentirte acompañado cuando escribes. No es solo un acto de emisión, sino de recepción”.

"Nunca fui un gran vendedor de discos, ni siquiera cuando me empezó a ir bien"

Esa necesidad primaria de comunicacón aparece en el álbum de forma recurrente, unas veces con la pareja como protagonista y otras transformándose en metacanción. “Decía Borges que uno escribe nada más que sobre tres o cuatro cosas, y en mi caso es así. No escribo sobre todo lo que quiero, sino sobre lo que puedo, y he cogido unos tics que intento mover un poco para no caer en la autocomplacencia. Al principio me puse a relatar lo que pasaba: letras que hablaban de la relación con las pantallas, del miedo físico al otro, de la distancia… Pero cuando el mundo se empezó a abrir de vuelta me di cuenta que no tenía ganas de llevarme todo eso a un escenario; no quería estar en 2024 cantando sobre las mascarillas, ni loco. Entonces surgieron las canciones sobre el anhelo, sobre la necesidad de retomar la vida. “Tocarte” es la primera; el anhelo del contacto físico, de la sexualidad, de mezclarte con otra persona, de exponerte y jugarte la vida”. Un tema que nació del feliz encuentro con C. Tangana, en el que vio fiebre y hambre de música. “A veces me preguntan cómo es que me fui con alguien tan diferente. ¡Pues por eso mismo! ¿Qué le lleva a la gente a pensar que a uno solo le gusta lo que hace él mismo? Yo no quiero tener un mundo autorreferencial, sino abierto; satisfacer esa vocación que tengo de presente, de rechazo a la nostalgia. Lo mejor que puedo decir de este momento es que me siento enormemente vivo, que estoy haciendo cosas que siempre quise hacer”.

Después, Drexler se remonta de nuevo hasta esas células que estrenaron el amor y salta otra vez hacia delante para hablar de los acuerdos de pareja (“Corazón impar”), de los reinicios (“Cinturón blanco”), del amor filial (“El día que estrenaste el mundo”), del músico que implora inspiración (“Oh, algoritmo”) y también del amor a una profesión (“Tinta y tiempo”) en la que precisamente ahora cumple 30 años, los que han pasado desde que en 1992 publicara en Uruguay “La luz que sabe robar”: “Ese disco vendió 33 copias, de modo que más tarde, cuando me decían que un álbum iba fatal porque sólo había vendido 3.200, a mí ya me parecía increíble, pero es que hubo una época en la que todo el mundo vendía 300.000. O un millón, como Rosana y Jarabe de Palo. Yo estaba con ellos en esas mismas discográficas grandes, pero iba con mi coche y mis dos músicos uruguayos a tocar en un garito de Murcia o a cualquier otro sitio ante 40 personas, y con eso ya me alcanzaba para pagarme el caché y la gasolina. La gente aquí tenía unas expectativas muy grandes, aunque yo trataba de mantenerlas a raya, porque nunca fui un gran vendedor de discos, ni siquiera cuando me empezó a ir bien. Lo que ocurre es que con el tiempo la historia vino en mi dirección y digamos que ahora todos somos pésimos vendedores de discos”.

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