Basta de música
Discos / Martín Buscaglia

Basta de música

7 / 10
Alan Queipo — 26-04-2020
Empresa — Lovemonk
Género — Pop

No es eclecticismo, es que no sabe hacerlo de otra manera. El código que lleva manejando desde la cuna Martín Buscaglia está fuera de todos los formalismos posibles. Más allá de que sea hijo de una estirpe familiar forjada a fuego en los universos musicales únicos (a su padre, Horacio Buscaglia, se le atribuye, entre tantas otras cosas, ser uno de los padres del “candombe beat” junto a nombres como los de Eduardo Mateo o Rubén Rada; y su madre, Nancy Guguich, fue líder del colectivo musical Canciones para no dormir la siesta), el uruguayo es, ante todo, dueño de un registro único, impredecible e imprevisible.

Así lo ha demostrado en una carrera en solitario que resaltó una personalidad arrolladora, tan cerca de la ensalada rítmica como del post-cantautorismo y el latinaje enrarecido, en álbumes como “El evangelio según mi jardinero” y “Temporada de conejos”. Ha pasado una década desde que este último viese la luz. Entre medias, se abrió una paráfrasis exploradora que lo llevó a firmar coaliciones en formato disco junto a Kiko Veneno y Antolín; grabar su primer álbum en directo; y posicionarse como un prescriptor radiofónico de pro durante tres años en el programa “La casa del transformador” en Radio Gladys Palmera.

Todo lo acontecido en estos diez años sin entregar un nuevo cancionero en solitario parece haber sido una especie de máster, de ensayo general, de cajón de sastre donde recopilar ideas y abrir una nueva ventana, la de “Basta de música”, un ejercicio que nos vuelve a presentar a un cantor que se va esquivando a sí mismo para encontrarse en esquinas diferentes. Es natural que ese universo de juglar raro, de cantautor andrógino, de kamikaze domésticamente universal, se compare al de compatriotas como Gustavo Pena “El Príncipe”, Leo Maslíah o Eduardo Mateo, o incluso a la facción más desviada de formalismos de Kevin Johansen o Gecko Turner. Pero en Buscaglia habita una especie de surrealismo comprensible.

Tanto cuando parece que está haciendo un alegato filosófico de la canción de piano bar de aire fitopaeziana (“Dos patos”) como cuando nos sume en una suerte de baguala psicodélica para horadar a los instrumentos (en -sic- “Los instrumentos”), cuando hace guiños a la samba-funk de un Brasil imaginado (“Me enamoré”), cuando se los hace a una murga-nana coral (“Leroy”), a un dub de baja fidelidad a base de caja de ritmos (“Sencillo”) o cuando traza líneas equidistante entre el universo del psicodélico y caótico “El Salmón” de Andrés Calamaro y el fake-rap (en “Chuza” o “Mírennos bailar”, por ejemplo) para preguntarse retóricamente algo que también me gustaría saber a mí: “¿Por qué será que soy un genio y nadie parece notarlo? Quizás se deba a que nunca hice nada para demostrarlo”.

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