El videoclip efímero, el concierto eterno
Conciertos / Rosalía

El videoclip efímero, el concierto eterno

10 / 10
Yeray S. Iborra — 25-07-2022
Empresa — Live Nation España S.A.U.
Fecha — 23 julio, 2022
Sala — Palau Sant Jordi, Barcelona
Fotografía — María Alfonso

De espaldas al público. No se gira. No pierde el papel. Como si no le pesaran 18.000 personas detrás coreando a pulmón, empujando y empujando. Ella a lo suyo. Interactúa con un cámara. ¿Rodando una de Spike Lee? Sigue. Se coloca unas gafas, mira al objetivo, momento en que las pantallas laterales pierden definición y pasan a ser televisores de tubo de un club de bachata que se cae a pedazos. Suena “La fama”. Y, después de casi un minuto cantando, se gira y rompe la cuarta pared. La que ella misma ha creado. La que hace que si miras únicamente al escenario, te pierdas la mitad del concierto. Así pasará tropecientas veces más. Sin que eso resulte frío: lo de Rosalía no es una consecuencia, es una opción.

Habitualmente los asistentes a un bolo miran las pantallas porque no queda otra. Están lejos, el escenario se ve pequeño. En la gira “Motomami World Tour” forma parte del libro de instrucciones. Es un directo que tiene que –debe de– disfrutarse a varios niveles. Una cosa es lo que pasa sobre las tablas y otra en la espectacular realización en vivo, una ‘masterclass’ de planos en convivencia (cenital, medio, general, nadir) con un juego de luces mínimo que focaliza y desfocaliza la atención. Ilusiones ópticas. Es un espectáculo medido, sí, pero que magnifica la emoción. Bajo la misma fórmula que el techno cuadriculado: una melodía de nada o un cambio sutil de compás, y se eriza el vello de todo el cuerpo. Igual.

Cuando parece que la omnipresente pantalla, que es como un móvil de esos que se dobla, como una silla de diseño en ‘L’, lo devorará todo, “Como un G” revienta la teoría: luces encendidas, sola, cara en primer plano y agradecimiento de cantautor. Sí con la cabeza, ojos vidriosos y mano al pecho.

Cuando parece que el baile ganará a la voz, canta “Candy”, sacando el deje latino de una cavidad de terciopelo, envolvente y susurrante.

Después de un “CUUUUuuuuute” que eleva la batucada a una idea de descanso de la Super Bowl, ritmo y frenesí, avanza el ‘show’ y se intuye –pereza– que este puede ser un bolo clon (da igual verlo aquí que en cualquier otra ciudad): frenazo para leer carteles del público. Pillería de artista grande, pero también ternura inmediata. Frunce el ceño para enfocar bien la vista: “Mañana es mi cumple, esta Motomami quiere venir a celebrar contigo. ¿Amanda… –le pregunta el nombre y no acierta a oírlo– ¿Dana…? ¿Andrea? ¡Andrea cumple 20, felicidades!". “Ohhh” muy sonoro. Acaba el diálogo y a otra cosa: “‘B’ de... ‘B’ de Barcelona. –grita Barcelona– [...] ‘R’ de Rosalía. –grita Barcelona– ‘M’ de “Milionaria”. Y se la canta a ‘capella’ en una revisión de “Abcdefg”. Las salidas de guión hacen de carne el espectáculo.

El ‘show’ de Rosalía respira la misma versatilidad que su disco. Tiene lenguaje TikTok (realización medida), momentos icónicos (en otro giro de guión interpreta con mantón negro enorme flamenco de fuego, triposo y bestial) y una serie de conceptos que conviven bien fruto del trabajado sobre papel. Por ejemplo, el de la reverencia a los clásicos: ‘cover’ de “Perdóname”. Como si no tuviese ‘tracks’ de sobra. Pero prefiere picotear a altas temperaturas y fundir como el hierro. Fundir la apropiación en una idea ultraglobal de qué es la música propia: bachata, reggaeton, R&B, rock, flamenco, uk garage, PC Music, dub...

¿Funcionaría mejor la cosa con banda? ¿Una banda allí arrinconada? ¿Le pediríamos lo mismo a Vince Staples o a Tyler, the Creator? ¿A tantos raperos? Que no lleve instrumentación sobre la tarima no es un cheque en blanco. A cambio manda cien por mil lo escénico, con un guión cambiante y muy artístico. Minimal, agresivo, ‘egotrip’ y de mensajes soterrados más o menos sugerentes. Ese “Motomami” en que ellos (ellos) forman una moto y Rosalía, Rosalía los monta. En todas y cada una de las canciones pasan cosas. Ahora se cuelga la guitarra, ahora un piano para “Hentai”. Se baja cámara en mano, firma autógrafos, rompe el 4G del recinto, mientras la tarima se prepara con una silla con tocador para que empiece “Diablo” y ella, claro, se corte las trenzas de diabla.

No hay valle. Ni tiempo para ir a mear. Los temas están re-arreglados para ello. Más bombo. Más graves. Más impacto. Un prodigio de ingeniería de sonido, por mucho que esté ‘solo’ lanzado. Y su voz no falla. Tiene todo lo necesario en un solo micro. Hacia el final del concierto canta “Despechá’” y “Aislamiento”, inéditas. Durará poco el calificativo. De tanto que correrán por redes sociales en fragmentitos, para cuando las edite, serán miembros ya de la familia. Las dos tienen base rota y más poderío a la voz del que ha mostrado en su último largo. La línea a seguir, ¿quién sabe? La cantante limitó mucho el concierto a “Motomami”. Cuando cantó “Pienso en tu mirá” parecía aquello de un siglo atrás. Qué rápido va todo, pero qué espectacular. Qué rápido lo hace ir todo, qué espectacular lo quiere todo.

Ese es el paradigma Rosalía: un videoclip eterno, un ‘stories’ larguísimo, como los miles que se grabaron, un TikTok resultón (“Saoko”), divertido (“Chicken Teriyaki”) y a veces de lágrima (“Sakura”). Un todo, todo el rato. Pero encontrando espacios para no ser un robot y respirar. El compendio de todo lo que somos hoy. Velocidad y necesidad de ‘stages’ de yoga. Esa misma tensión fue el fin de semana Rosalía en el Sant Jordi (llenó sábado y domingo). Como ella misma citaba en catalán –la lengua vehicular del concierto– qué bien estar “en casa”: la casa física, la casa del arroba delante, la de la carpeta de vídeos en el móvil. No eran precisamente baratos los tickets, pero no siempre en dos horas te sientes bien en todas esas ‘casas’.

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