Paul en el Norte

Creo de corazón que el que Michel Rabagliati no goce de mayor prestigio y que no haya sido señalado aún como uno de los grandes autores de los últimos diez o quince años, a la manera de un Seth o un Tomine, tiene mucho que ver con la apariencia de su dibujo, amable, un tanto cartoonesco, y de su gusto por el gag. Tampoco se ha caracterizado el autor canadiense por hacer evolucionar su estilo o por plantear formas alternativas a una obra que, en esencia, se ha centrado en  las diferentes peripecias vitales de esa suerte de alter ego que es el personaje de Paul. Personalmente, lejos de restarle méritos su decisión me parece admirable. Imagínense un “Boyhood” trasladado al terreno del cómic firmado por un Linklater con dedicación exclusiva a su personaje, y que alcanzara con cada nuevo título una mayor maestría narrativa y gráfica.

En cualquiel caso y más allá de la irrefutable pericia técnica del autor canadiense, la mayor o menor empatía del lector con cada uno de los volúmenes de Paul tiene mucho que ver con la cercanía de cada cual para con el momento vital que desarrolla en él. Todos ellos tienen una estructura similar: la descripción de lo cotidiano, narrada con simpatía y hasta con cierta levedad, deja paso a una experiencia de pérdida de la inocencia, a uno de esos momentos clave que nos empujan en pos de la madurez. En el caso de “Paul en el norte” asistimos a la adolescencia de un personaje al que consume la rabia habitual en ese periodo de nuestras vidas. Con el inevitable conflicto entre padres e hijo de fondo, Paul hace nuevos amigos, sueña con una moto que se convierte en símbolo de su independencia y se deja arrastrar por su tío a un prostíbulo en lo que se convierte en su primera experiencia sexual. Preámbulo todo ello para el verdadero momento sobre el que en realidad pivota todo el álbum, ese primer amor devastador como una bomba de neutrones y cuyo final, siempre inoportuno, inevitablemente va a dejar secuelas por mucho (demasiado) tiempo.