Cojo este pequeño volumen del que todo el mundo me habla maravillas y lo devoro en apenas un cuarto de hora. La sensación es de perplejidad ¿En serio? O yo no he entendido nada, o esto no era para tanto. Así que lo aparco un par de días y lo retomo poco después. Nuestro segundo cara a cara es algo más satisfactorio. Empiezo a entender cosas. ¿Estoy leyendo una novela gráfica que parte de unos apuntes de arte? Diría que sí. De hecho estoy casi convencido de ello, pero necesito una tercera relectura para confirmarlo y, no solo eso, sino convencerme de que aquí hay mucho más de lo que había encontrado al principio.
Eleanor Davis parte de esos apuntes sobre qué es y qué no es el arte, para que su historieta acabe convirtiéndose justamente en eso. Lo hace con un par de herramientas básicas: el sentido del humor y la subjetividad, elemento este último que parece alejado del concepto canon artístico. Ella juguetea con el dibujo y los textos, esconde las ideas, y luego las hace aflorar para que el surrealismo se convierta en el eje central de la obra. Difícil, pero brillante.
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