Es difícil, dentro de un mundo lleno de clichés y productos algoritmo –como diría el gran Alejandro G. Calvo– encontrarte con películas que, tras más de dos horas de visionado, te dejan exhausto en la butaca, con una sensación de felicidad inabarcable que te recuerda por qué motivos amas el cine en sala.
Al estilo de “Legend” (Brian Helgeland, 15), que contaba con Tom Hardy como protagonista por partida doble, Ryan Coogler (“Creed”, “Black Panther”) vuelve a lucir su vena más autoral echando mano de un Michael B. Jordan que desprende carisma a raudales interpretando a los gemelos Stack y Smoke –impresionantemente diferenciados–, alcanzando las que posiblemente sean las dos mejores actuaciones de su carrera.
Ambientada en los años treinta, la cinta narra la historia de dos hermanos gemelos que, tras su paso por Chicago (sería muy interesante una precuela de sus aventuras por la ciudad de los vientos), vuelven a su ciudad natal con el objetivo de emprender y crear el nuevo gran local de blues. Allí se enfrentarán a los famosos antagonistas de “Abierto hasta el amanecer” (96). Recuperando el ambiente musical y de serie B de la cinta de Robert Rodríguez, Coogler firma una obra excelente en la que, a través de la comedia negra, el terror y la sátira social, rinde homenaje a su cultura de origen. Lo hace a través del blues y utilizando a los vampiros como metáfora para hablar de la opresión y de la apropiación cultural.
Por el camino consigue crear unos secundarios carismáticos, cada uno con el peso suficiente para que pudiesen protagonizar sus propias secuelas. Hablamos de Mary (Hailee Steinfeld), Delta Slim (Delroy Lindo), Annie (Wunmi Mosaku), Remmick (Jack O’Connell) o, por supuesto, del joven músico Sammie (Miles Caton).
Con reminiscencias a la famosa leyenda del bluesman Robert Johnson y su pacto con el diablo y a cintas como “El color púrpura” (Steven Spielberg, 85) o “Los odiosos ocho” (Quentin Tarantino, 15), Coogler redondea una película sensible y emocional a la par que crítica, sangrienta y divertida, filmando escenas que perdurarán en la memoria colectiva de todo cinéfilo. Sirva como ejemplo esa en la que la música permite abrir la puerta a diferentes épocas. Y no me gustaría poner fin a este texto sin destacar la grandiosa banda sonora firmada por Ludwig Göransson.
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