Annette
Cine - Series / Leos Carax

Annette

6 / 10
J. Picatoste Verdejo — 24-08-2021
Empresa — Kinology
Fotografía — Archivo

“Annette” es el único de los seis largometrajes de Leos Carax en que el director francés no firma el guion, sino que la autoría pertenece a los hermanos Mael (o, lo que es lo mismo, el grupo Sparks), quienes han compuesto una cuarentena de canciones, que son el motor narrativo de este musical oscuro e irregular. Canciones e historia que ya existían antes de que el realizador decidiera llevar el proyecto al cine.

Tal vez por ello hay en ese guion algo de obra primeriza que ni siquiera Carax ha sido capaz de controlar: una voluntad de ser completivo, querer explicar muchas cosas, de no ir directo al grano. Así, el personaje de Annette, la peculiar hija de los dos protagonistas, que da título a la obra, no nace hasta los primeros cuarenta y cinco minutos de un excesivo metraje cercano a las dos horas y media. Lo paradójico es que el film no puede empezar de mejor manera: un plano secuencia de los actores y los compositores cantando la estimulante “So May We Start?”, incitando al arranque inmediato de la acción. Una excelente introducción que promete demasiado y demasiado pronto.

La difícil tarea de conjugar los mundos creativos de dos artistas reconocidos – Sparks y Carax– lleva al director a un contraproducente ejercicio de irónica autorreferencia. Así, quien se ha caracterizado por crear historias de amor extremas como “Los amantes de Pont-Neuf” –todavía su mejor película–, ofrece uno de sus romances más neutros, falsos y pesados (posiblemente a conciencia), solo salvado por la música de Sparks. Y es que a diferencia de los orígenes de los personajes de sus filmes anteriores, aquí se trata de la historia de amor de dos famosos del mundo del arte y espectáculo: una etérea cantante de ópera y un monologuista vitriólico. Vemos la evolución de la pareja a través de videos impostados de un programa del corazón. Todo ello parece una parodia de lo que Carax ha conseguido en filmes anteriores.

Afortunadamente, la niña nace y la película cambia. Se vuelve oscura, extraña, viva. La gran diferencia la marca la naturaleza cinematográfica de la criatura. Si bien es tan humana como sus padres en la ficción, Carax y su equipo deciden no utilizar un bebé real, sino una marioneta para representar la excepcionalidad de la cría, poseedora de un don cuyo ruin padre, un poderoso Adam Driver, querrá explotar comercialmente. Una muñeca de tenebrosa apariencia. No es casualidad que el nombre de Edgar Allan Poe esté entre los agradecimientos de los créditos finales. La deriva turbia le permite a Carax crear sus mejores momentos visuales: desde una noche tempestuosa en el mar hasta el número final entre el padre y su ya crecida hija, pasando por un vibrante y musical travelling circular alrededor de un tercer personaje, encarnado por Simon Helberg (Howard Wolovitz en “The Big Bang Theory”), que adquiere mayor importancia. En definitiva, un cuento moral que solo alcanza la cima cuando se vuelve perverso.

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