Puño Dragón pisaba por primera vez la Sala Mardi Gras de A Coruña ante una evidente expectación. El concierto llevaba el cartel de entradas agotadas desde hacía casi dos meses, y el ambiente se notaba cargado de esa mezcla que suele acompañar a las primeras veces en una sala en firme, motivada por la curiosidad de unos y la devoción de otros. Sobre el escenario, seis músicos dispuestos a reivindicar el placer de tocar sin prisas, después de un verano de festivales y setlists comprimidos a la medida marcada por esa hegemonía de la atención capitalista.
Abrieron con una intro instrumental, un arranque elegante que pronto se vio interrumpido por una rotura de cuerda que obligó a improvisar. Lejos de incomodar, el contratiempo sirvió como carta de presentación: naturalidad, humor y complicidad entre los miembros de una banda que ya ha ganado tablas a base de carretera. Entre temas, el cantante confesó que era la primera vez que iban a interpretar su nuevo disco al completo, una sorpresa que el público celebró con entusiasmo. El sonido de Puño Dragón se mueve entre el pop-rock-folk de los ochenta y ciertos ecos del rock argentino de los noventa, con guiños que en algún momento se deslizaban hacia Bob Dylan y canciones míticas de los setenta.
La voz rasgada del vocalista, al borde del colapso emocional, añade dramatismo y entrega a un repertorio que encontró respuesta inmediata: varias veces el público se adelantó a los coros, generando un ambiente memorable. Pero lo que más impresiona de Puño Dragón no es solo la solidez del grupo, sino la sensación de que aún se emocionan cuando la gente canta más fuerte que ellos. Y es que, en tiempos de artificio y postureo y en donde todo está medido, se agradece ver a una banda esforzarse en forjar lazos honestos con el público.

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