Como en ese viejo casete grabado de algún amigo y decorado con una cenefa de cuadraditos blancos y negros trazada a bolígrafo, por los altavoces del Poble Espanyol fueron sonando todos y cada uno de los clásicos de Madness, que son un buen puñado, desde que lideraron el revival ska de finales de los setenta en Inglaterra bajo la bandera inicial del sello 2 Tone. Temas ejecutados de manera pulcra, profesional, pero sin la tensión ni el nervio del grupo que aún tiene que batallar por un futuro incierto. El mejor ejemplo de ello, como un aviso a navegantes, fue ese “One Step Beyond” de apertura, que coge al público demasiado frío y que suena correcto, quizás demasiado, pero sin ninguna promesa de aventura y mucho menos de peligro, dejando claro que todo transcurrirá por el camino marcado.
Era lo esperado, nada que objetar, una más que digna oda a la nostalgia por parte de una banda a la que ahora solo le queda disfrutar de lo cosechado. Sin embargo, a diferencia de esa cenefa recurrente, en la vida no todo es blanco o negro. La manera de vivir el concierto no deja de depender de cada uno. Puede ser eso, una simple reminiscencia de tiempos pretéritos, de cuando se podía bailar toda una bochornosa noche de verano sin acabar asfixiado. O bien puede significar una confrontación con tu yo adolescente, el que soñaba en que su vida iría un paso más allá de lo habitual mientras escuchaba ese casete en el walkman de vuelta a casa.
De nuevo recurriendo a los cuadraditos, Madness también ha tenido siempre dos tonos: el festivo y el melancólico, el jamaicano y el británico, el ska y el pop de suburbio. Y ambos se pudieron observar sobre el escenario del ALMA Festival Barcelona, desde el que Suggs McPherson ejerció de gentleman irónico, que no sabes si te habla en serio o te está gastando una broma.
En el primer tramo abundaron esos fantásticos medios tiempos lluviosos que, si no tuvieran el ritmo sincopado de base marca de la casa, podrían ser obra de los Housemartins o alguna otra banda británica de indie pop de los ochenta. “Embarrassment”, “My Girl”, “The Sun and the Rain”, “Wings of a Dove” (con una tímida referencia a una Palestina libre) y una de las pocas sorpresas de la noche: un “Grey Day” de atmósfera dub. Curiosamente, siempre que ralentizaban el ritmo ganaban en empaque.
Antes de dar paso a la rampa de despegue del último tramo sonaron algunas canciones de sus discos más recientes –notables en lo musical pero de escaso impacto entre el público–, como “NW5”, “Lovestruck” o “Mr Apples”, así como la versión de Jimmy Cliff “The Harder They Come”, con cadencia reggae e imágenes de la película homónima en la pantalla de alta resolución de detrás del escenario. A partir de aquí, se pusieron el modo “deja de pensar tanto, maldito cuarentón, y ponte a bailar”, con el saxofón de Lee Thompson dirigiendo el cotarro. Como rayos en una tormenta descargaron del tirón “House of Fun”, “Baggy Trousers”, “Our House” e “It Must Be Love”, un canto al amor que incluso ablanda el corazón de los chicos rudos.

El primer bis correspondió a la canción que dio comienzo a todo, la versión del “Madness” del jamaicano Prince Buster, el tema que les inspiró no solo para poner nombre definitivo al grupo formado por seis chavales de Candem Town, sino también para decidir que se la jugarían fusionando contra todo pronóstico la esencia inglesa con el ritmo caribeño. Y para cerrar la velada, la melodía exótica y trotona de “Night Boat to Cairo”, con la que Madness invitaban al público a bailar ese último ska antes de volver de nuevo a la vida adulta.
Sea como sea, Madness, junto a otros grupos de su generación como The Specials o The Selecter, dio a finales de los setenta un paso al frente enarbolando la bandera del antirracismo –sí, de ahí vienen esos cuadraditos– en un momento de auge de la extrema derecha, con el National Front sembrando el odio en las calles y Margaret Thatcher esperando agazapada su oportunidad de conquistar Downing Street. Una historia que lamentablemente vuelve a repetirse a escala global, así que esa oda a la nostalgia quizás pueda servir para algo más que para echarse cuatro bailes despreocupados. A lo mejor es el momento de decirle a ese yo adolescente que no le vas a decepcionar.

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