Consejos de un sabelotodo
Libros / John Waters

Consejos de un sabelotodo

7 / 10
Tomeu Canyelles — 21-01-2022
Empresa — Caja Negra
Fotografía — Archivo

Caja Negra no sólo ha conseguido crear un catálogo de alto interés con autores tan notables como Wim Wenders, Genesis P-Orridge, Mark Fisher, David Stubbs o David Toop; su mérito también pasa por haber llevado al castellano diferentes libros de John Waters, como “Role Models” (10) o “Carsick” (14). Sobran las presentaciones del autoproclamado “Príncipe del Vómito”, el “Rey del Mal Gusto” o el “Papa del Trash”, es decir John Waters, revolucionario cineasta que en poco más de una década ha publicado cuatro libros de corte biográfico. La editorial argentina no ha dejado pasar la ocasión y presenta como novedad la traducción de “Mr. Know-It-All” (19) a cargo de Pablo Martín.

Al igual que su producción fílmica, “Consejos de un sabelotodo” (que incluye el oportuno subtítulo de “La sabiduría desviada de un viejo repugnante”) mantiene intacta una de las grandes habilidades de Waters: polarizar al público con altas dosis de histrionismo y una estudiada combinación entre lo perverso y lo sofisticado. La obra, una suerte de manual queer sobre el buen vivir que ofrece diferentes puntos de vista cimentados en sus propias vivencias, advierte a todos aquellos que pretendan seguir su camino que “lo más difícil para las personas rebeldes es envejecer con elegancia”. Egocéntrico, presuntuoso (“Jamás me equivoco”, subraya), salvaje y divertido, afirma haberse convertido –y, además, contra todo pronóstico– “en una persona respetable” y, más difícil todavía, ser feliz: “Tengo setenta y tres años y mis sueños se hicieron realidad. ¿No les dan ganas de vomitar?”.

Puede que la primera parte de “Consejos de un sabelotodo” concentre las páginas más interesantes de todo el libro. Es aquí donde Waters desgrana con pelos y señales su segunda etapa como cineasta: aquella en la que se despidió del underground más absoluto para acogerse a una industria –la de Hollywood– en la que nunca dejó de ser un bicho raro. Un “cineasta comercial por error”, bromea. Por ello, propone un amplio recorrido entre “Polyester” (81) y la vapuleada “Dirty Shame” (04), permitiéndole ajustar cuentas tanto con él mismo como con aquellos críticos –con nombres y apellidos– que se ensañaron con ellas. Hay una mención especial para “Hairspray” (88) (“Un milagro que nunca acaba […] Uno de los momentos más felices de mi vida”) y “Cry-baby” (90), hermano menor y débil de “Hairspray” que llegó a materializarse gracias a la implicación de Johnny Depp: “Todo se lo debo a él […] Odiaba ser el Justin Bieber de su generación y, por eso, consideró que hacer una película conmigo era la mejor forma de destruir esa imagen”. En su recorrido filmográfico, también trata de redimir producciones denostadas como “Serial Mom” (94) (“Mi madre decía que era mi mejor película y creo que es cierto”) o “Cecil B. Demented” (00) (“Supongo que todos los cineastas sienten debilidad por algún film suyo que haya fracasado en taquilla, de la misma forma que un padre o una madre defienden a un hijo con discapacidad física o mental”) que, si llegó a contar con la participación de Melanie Griffith, fue –según Waters– por la intercesión directa de Antonio Banderas.

La visión retrospectiva del director norteamericano también permite ofrecer interesantes retratos humanos sobre iconos gays como Divine (ofrece emotivos recuerdos sobre sus últimos momentos y el profundo estado de abatimiento en el que se vio sumido Waters tras su muerte), Tab Hunter, Andy Warhol e, incluso, el poeta Allen Ginsberg, cuyo resquemor se manifiesta al recordar su vínculo con la asociación pedófila NAMBLA. Abundan también los cameos de numerosos músicos, sobre todo punks: Stiv Bators de Dead Boys (“Un verdadero profesional y un caballero en todo momento”), Blondie, un Iggy Pop “sobrio”, L7... “Amo el punk. Me siento a salvo en ese mundo”, explica el cineasta después de haber visto en directo a Sex Pistols en pleno apogeo: eran, según él, “un nuevo sonido antihippie que podría enfurecer a toda leyenda musical previa”.

Con un planteamiento más caótico (y, de alguna manera, imprevisible), la segunda parte del libro recoge numerosas vivencias más allá del cine, adoptando una narrativa a medio camino entre la autobiografía y el monólogo humorístico. Episodios temáticos que exploran las diferentes perspectivas que tienen la fama (“Ser famoso no tiene absolutamente ningún aspecto negativo. Ninguno”), las drogas (curiosidad intermitente que jamás desembocó en adicción y que incluye una crónica detallada de su último ‘viaje’ con LSD en 2016), la identidad sexual o la cocina. De hecho, esta última temática protagoniza el capítulo más irreverente: su sueño de abrir un restaurante llamado Cartílago en el que se sirva “carne de perro y de gato” y “ostras de hombre, con conchas vacías rellenas de semen fresco”). Waters aprovecha sus diatribas para aconsejar a sus lectores que “sean selectivos en sus gustos musicales a medida que envejecen”, recordando que su idilio con el rock comenzó con Elvis Presley (“Fue quien me hizo dar cuenta de que era gay”). Sus incendiarias apariciones televisivas hicieron que “me masturbara por primera vez […] ¿Hay algo más rock and roll que pajearse por primera vez con Elvis Presley?”. Hay otro episodio de interés en la segunda parte del libro: su fascinación por la filosofía yippie, que le llevó a interesarse por el Templo Satánico, grupo performático opuesto “a la cursilería de Antón LaVey” y su Iglesia de Satán (“Con toda sinceridad, no se me ocurriría que atuendo vestir para asistir al sacrificio de una cabra”, ironiza) y, de paso, aborrecer desde lo más profundo al Vaticano, aversión de la que no se libra ni el actual Papa Francisco: “Es peor que su antecesor […] por este fraude asimilador y falsamente gay friendly”.

A pesar de sus momentos de irregularidad, o el simple hecho que sea muy difícil discernir la fina línea que separa la persona del personaje público, el libro cumple con el objetivo básico: escarbar en el complejo mundo interior de John Waters mediante un texto que puede ser leído como un testamento en vida o, más bien, como un relato que permite comprender que fracasar con éxito es la única manera de seguir adelante.

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