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Discos / Peter Gabriel

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7 / 10
Carlos Pérez de Ziriza — 07-12-2023
Empresa — Realworld/Virgin
Fotografía — Archivo

¿Atemporalidad o extemporaneidad? ¿Clasicismo o anacronismo? Me disculparéis el tono socrático de este inicio de crítica, pero me resulta imposible no plantearme la disyuntiva ante el que es el primer álbum de Peter Gabriel en los últimos veintiún años, el décimo de su carrera, gestado –ahí es nada– desde unos primerizos esbozos en 1995. Viene de muy largo. No voy a recurrir a aquello de que el tiempo es un juez implacable, porque ni creo que ningún fan salga defraudado tras la inmersión en estas doce canciones que duran una hora larga (son veinticuatro en dos horas y diecisiete minutos en su versión doble: el primer disco tiene las mezclas de Mark “Spike" Stent, el “Bright-Side Mix”, y el segundo las de Tchad Blake, el “Dark-Side Mix”, de sutilísimas diferencias), ni tampoco que nadie estuviera aguardando a estas alturas una audaz reinvención de su fórmula. No. Repiten sus fieles habituales, claro: David Rhodes a las guitarras, Tony Levin al bajo y Manu Katché a la batería.

Tal y como se sabía por el goteo mensual de cada uno de estos cortes desde el pasado mes de enero, coincidiendo con cada noche de luna nueva (insistió mucho, con razón, en que el disco debía entenderse una vez se desvelaran todas y cada una de sus piezas), estamos ante una nueva ración de solvente y elegante art rock sin reparo alguno en las modas de temporada ni en las renovaciones de armario. Con sus momentos de contención y otros más desatados en forma de abrazar una comercialidad que se funde con el AOR, en sintonía con la trascendencia que evocan sus textos: la interconexión entre semejantes, el paso del tiempo, el riesgo de auto inmolarnos colectivamente por ignorar la emergencia climática. Tanto el tono como el trasfondo me recuerdan, en momentos como el tema titular, a la épica de los últimos Arcade Fire, precisamente una de las pocas bandas del siglo XXI a las que versionó Gabriel en “Scratch My Back” (10). Ese pulso estalla en alguna melodía que, como “Olive Tree”, casi podría llevar la firma de Phil Collins. Peliagudo terreno.

Hay muchas más cosas, claro. Y también distintas, por suerte. La exuberante percusión de “The Court”, entre lo tribal y lo funk, el equilibrio entre guitarras acústicas y bases electrónicas de la doliente “Panopticom”, el funk de “Road To Joy” (con Brian Eno), que tanto recuerda a sus hits de mediados de los ochenta, el aliento casi gospel del bonito broche que es “Live And Let Live” y –sobre todo– el intimismo de “So Much” y “Playing For Time”, ambos con protagonismo del piano, dos espléndidas piezas que pueden ser especialmente seductoras para quienes no comulguen con su vis más ostentosa. Es simplemente Peter Gabriel siendo fiel a sí mismo. Al menos a su versión más estándar, a sus setenta y tres años. No cabía esperar otra cosa.

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